El pez y la cola

Hay cosas que no se pueden entender a menos que, de algún modo, se comprendan de antemano.

Piensa en esta pregunta:

¿Cuál es mi verdadero valor?

Si no conoces la respuesta de entrada, no puedes responder. Y si lo sabes, o mejor dicho si no dudas de tu valor, la pregunta ni siquiera se plantea.

Porque ¿cómo responderla?

Sería maravilloso que los curas de parroquia tuvieran razón; que un caballero canoso, avejentado, sabio y desapasionado te esperara al final del camino para soltarte sin rodeos: “tu valor, hijo mío, es de siete en una escala de uno a diez. Aquí se entra sólo a partir del ocho, conque…”

Ah…

No. Pensándolo bien, sería espeluznante.

Tanto como vivir pendiente de la respuesta; como tomarte casi cada cosa como una prueba, un test; como desgañitarte en vano por alcanzar un ideal imposible.

Y ya puestos, ¿cómo medir el valor? ¿Cuál sería el criterio adecuado? Valor ¿en relación con qué?

Cada uno desarrolla su propio e idiosincrático índice. La popularidad, por ejemplo; o sus variantes, el atractivo físico, intelectual o emocional. La inteligencia, la honestidad, la dedicación, la lealtad -todas las virtudes cardinales, y también todas las demás, pueden convertirse en baremos de la valía.

Con lo cual se pervierten intrínsecamente; porque ya no las practicas per se, sino de cara a un fin ulterior. Ya no ayudas a la ancianita a cruzar la calle porque te compadezcas de su dolor, sino porque “es tu buena obra del día”; y porque cuando te habitúes a hacer un bien cada 24 horas serás “una mejor persona”, más acorde con tu ideal, menos frágil, inestable, patética o perversa.

Llegados a este punto, la ancianita es la última de tus preocupaciones; no te interesa en lo más mínimo -salvo en la medida en que te permite ejercer tu bondad.

De este modo, la virtud más acendrada deviene un pecado; y siempre el mismo, orgullo. El agua se empoza y emponzoña; el mayor de los santos es el pecador más abyecto. El fanático te mata para salvar tu alma -guarecido bajo su inexorable convicción.

Lo que nos devuelve al principio: las cosas que, si no conoces de antemano, no puedes comprender.

El pez que se muerde la cola: un venerable símbolo metafísico.

Ouroboros

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