El Lago de la Tortuga y el Dragón

(Uno de los últimos cuentos que escribí, es casi mi favorito. Nació de una frase en un libro de mitología china: “los dragones tienen una perla debajo de sus gargantas que guarda su esencia vital”.
Me costó bastante elaborar la atmósfera y elegir el estilo; pero el argumento se fue insinuando solo poco a poco. Ciertamente, la Tortuga y el Dragón -por no hablar del sabio y anciano erudito- estarían muy satisfechos).


Cada mañana, los sirvientes de palacio recogían el rocío de las orquídeas en jarrones de porcelana y lo reunían en la gran taza de jade blanco que llevaban a su señor. Antes de la salida del sol –cuando los primeros rayos golpeaban la cúpula de la más alta pagoda, él acercaba la taza a sus labios y escanciaba lentamente el aromatizado rocío; luego, salía de su casa y cruzaba descalzo los campos hasta llegar al lago –que sólo él conocía. Este lago es llamado el Lago de la Tortuga y el Dragón.

Tanto el dragón como la tortuga son extremadamente longevos –y, en una pelea, ninguno es capaz de imponerse al otro; pero su longevidad los lleva a vivir en armonía. El Dragón Dorado compartía su lago con la Tortuga Sagrada; esta hacía guardia cuando aquel se retiraba a sus aposentos, en el fondo del lago, para cuidar su perla (porque los dragones chinos, más refinados que los de occidente, tienen una perla bajo el cuello, de la que proviene su fuerza); y aquel vigilaba mientras esta hacía la siesta –todos los días después de almorzar durante varias horas. Cuando la tortuga tenía pesadillas, el dragón procuraba despertarla soplando encima de ella su tibio aliento. Cuando el dragón extraviaba su perla, la tortuga se sumergía y la buscaba hasta encontrarla.

Las vicisitudes de ambos animales tenían graves efectos en el lago –y en los campesinos que, ignorantes de su existencia, usaban sus delgadas acequias para irrigar sus campos de arroz. La perla extraviada cerraba la fuente submarina que abastecía el lago y causaba de este modo la sequía anual que señalaba el período de siega; los desordenados movimientos de la tortuga durmiente lo desbordaban, inundando por ende las plantaciones y anticipando el tiempo de siembra. Sin saberlo, la tortuga y el dragón alimentaban a cientos de familias.

Una mañana, el señor del Palacio de Tejas Rojas se despertó con una ligera comezón en la sien izquierda. Se rascó –no sin antes tomar su dosis de rocío, pero la comezón no desapareció. Creyéndola debida a la picadura de algún insecto, ordenó a sus sirvientes que arrojaran su cama al fuego y construyeran otra, que colocarían en su pieza tras una prolongada desinfección con incienso. Satisfecho –y ya sin la molesta comezón, se dirigió al lago como hacía todos los días.

Al llegar allí, decidió dormitar un momento bajo la acogedora sombra de un viejo sauce –cosa que nunca antes había hecho. “Ah, ¡qué bien se está aquí!” –se dijo; y, con los ojos semicerrados y la mente en blanco, se dispuso a dormir plácidamente. Pero en ese instante volvió a sentir la comezón –ahora en las dos sienes. Se rascó con denuedo; la comezón no disminuyó; por el contrario, se hizo más fuerte. Iracundo, se levantó y corrió al lago, creyendo que una ablución con agua fría aliviaría su escozor.

Se detuvo con su cabeza a un tris de romper la superficie: levantó sus manos y, colocándolas sobre los lugares donde sentía la picazón, se palpó cuidadosamente. Temblando de miedo, se dio vuelta y huyó a su hogar a toda prisa. Sin hablar con nadie, entró en su lavatorio y, tomando su fino espejo de plata, observó prolongada y cuidadosamente el reflejo de su propio rostro.

No había sido una ilusión. Allí, naciendo en las comisuras de sus ojos, dos infinitesimales riachuelos corrían hasta sus patillas –dos riachuelos como grietas en la tierra seca. Dos arrugas. Eran casi invisibles, sí, pero eran: y, riachuelos de agua salada, desviaron el flujo de sus lágrimas de su habitual recorrido.

El rocío había fallado; la taza de jade explotó contra el piso de madera. Fríamente desesperado, cubriéndose el rostro con su larga manga, el señor ordenó a sus sirvientes que trajesen su palanquín y lo llevasen a la casa del sabio Fu. Durante la travesía se escudriñó concienzudamente en la esperanza de haber errado –o de que esas fueran las únicas señales de la edad que ya lo atenazaba; y sucesivos escalofríos indicaron que había reparado en los recientes pliegues alrededor de su boca, bajo sus ojos y en su frente cuando sonreía.

El palanquín se detuvo y el señor, con el rostro oculto, bajó y caminó hacia una mísera choza en el borde de un sendero lleno de abrojos. El sabio, ocupado en leer un antiguo pergamino famoso por su perfecta caligrafía, no se dio cuenta de su presencia hasta que estuvo frente a él y emitió una quebrada tosecita.

-¿Qué te trae por aquí, señor?

En silencio, el señor retiró sus mangas y acercó su rostro a la luz. El sabio esforzó su vista y distinguió los recientes cambios en la otrora tersa faz.

-¡Así que has empezado a envejecer, señor! Esto hay que celebrarlo. ¿Puedes quedarte a tomar el té?

Temblando de indignación, el señor abofeteó sonoramente al sabio.

-¡Idiota! Dijiste que el rocío me haría inmortal. No ha pasado una década -¡y ya empiezo a estar arrugado!

El sabio entrecerró los ojos y replicó:

-Eres inmortal, señor. No eres inmune a la edad. Te dije la verdad. Vivirás eternamente –pero envejecerás toda esa eternidad. Y conforme envejezcas, crecerás en conocimiento y sabiduría. ¿Para qué otra cosa querría uno ser inmortal?

-¡Basta! No necesito sabiduría. Necesito juventud. Y vas a dármela –o haré que te maten de la forma más abyecta.

El sabio suspiró e hizo una reverencia.

-De acuerdo, señor. En alguna parte leí… ¡Ah! Ya recuerdo.

“Los animales de más larga vida entre las Diez Mil Cosas son el dragón y la tortuga; los años resbalan sobre ellos como el agua en las escamas de una carpa. Deberás robar a un dragón su perla, la que lleva bajo el cuello. El centro de la perla es hueco, y en él se halla el elixir del dragón, sin el cual este muere de hambre. Con este elixir condimentarás un caldo hecho de caparazón de tortuga, y lo beberás en la primera luna nueva antes de la celebración de la cosecha. Así serás invulnerable a la edad”.

-¿Y dónde encontraré un dragón y una tortuga?

El sabio se rascó la barba y contestó:

-Existe un lago, cerca de aquí, en donde ambas criaturas moran en paz. Son muy ancianas, así que te será posible cazarlas.

“La tortuga sólo sale cuando los campesinos siembran el arroz; el dragón sólo cuando lo recogen. Buscarlos en otro momento sería inútil”.

-¿Es eso todo?

-Esto es, señor. Sigue esta receta y seguirás joven toda tu vida.

“Pero escúchame atentamente. Sólo funcionará si tú mismo robas la perla, matas a la tortuga y cocinas el caldo. Si otro lo hace, morirás al probar el elixir”.

El señor, de nuevo oculto, salió de la choza sin despedirse y marchó a su palacio desde el que, tras ponerse un disfraz de campesino, se dirigió al lago que sólo él conocía.

El sol se despedía de las copas de los árboles; el señor esperó, oculto entre los arbustos, y creyó ver, con las primeras pinceladas nocturnas, un animal gordo y abovedado caminando torpemente por las marismas. Sigilosamente, salió de su escondite y lanzó a la tortuga una fina red de hilos de oro; esta se detuvo, sorprendida, y el señor aprovechó el instante para cortarle el cuello con un puñal de plata. Acto seguido, tomó la red y la arrastró esforzadamente hasta su palacio; y, tras colocarla en un armario secreto, se echó a dormir –sin conseguirlo.

A la mañana siguiente, ojeras y arrugas tapadas con polvo de arroz, ordenó que compraran el cuchillo más fuerte que hubiese, y sirviéndose de este abrió el caparazón de la tortuga en su jardín secreto (cortándose profundamente los dedos índices de ambas manos: jamás había empleado un cuchillo). Echó la carne a sus perros y guardó el caparazón en el mismo armario. Agotado, se sentó a descansar en su nuevo camastro, explorándose de cuando en cuando en el espejo.

Una semana después, un sirviente entró y le informó que los pobladores deseaban que oficiara un sacrificio a los dioses de la lluvia para que enviaran la inundación que les permitiría iniciar las plantaciones. Estaba por despedirlo con cajas destempladas cuando se le ocurrió que, sin siembra, no habría siega, y sin siega no habría perla de dragón; así que le ordenó comunicar a los campesinos que haría una ceremonia en privado. Cuando se hubieron marchado, se dirigió en su palanquín a la choza del sabio.

-La inundación anual se ha retrasado. Sin inundación no hay siembra, y sin siembra no habrá cosecha…

-Y sin cosecha no habrá dragón: sí, señor, lo sé. Has de saber que la inundación ha cesado por tu causa. Al matar a la tortuga has ofendido a los Dioses del Cielo. Jamás habrá otra inundación y moriremos de hambre.

-Me marcharé de aquí, entonces. Pero necesito una inundación más. Dime cómo, o haré que mis sirvientes te torturen.

El sabio se rascó la cabeza y replicó:

-De acuerdo, señor. Tal vez haya una forma.

“La tortuga es amiga de los dioses de la lluvia. Ellos saben que ha desaparecido. Pero quizá puedas engañarlos. Tiñe tu cuerpo de verde, introdúcete en el caparazón de la tortuga y ve a nadar en el lago. A lo mejor te confundan con ella y se aplaque su enfado”.

El señor salió sin decir palabra. Esa noche, cubrió su cuerpo con un pegajoso aceite hecho de incienso y teñido con hojas de acebo, se metió trabajosamente en el caparazón y se lanzó al agua.

No era la tortuga: sus débiles brazos de señor y sus flacas y delicadas piernas se debatieron tratando de mantener a flote su cuerpo y el caparazón. A un palmo de ahogarse, dio una última patada y consiguió arrojarse a la ribera del lago, donde se quedó por varios minutos echando agua por nariz y boca.

Los dioses no se engañaron –pero el gigantesco caparazón, agitado por el señor en su agonía, desplazó suficiente agua para inundar las acequias. A la mañana siguiente, con el cuerpo adolorido, el señor escuchó satisfecho los cantos de los campesinos en sus sembradíos.

Pasaron varios meses, y con cada uno de ellos creía el señor descubrir una nueva arruga en su rostro. El día anterior a la sequía, salió antes del amanecer y se arrodilló entre los juncos del lago. Cuando el primer rayo de sol se hubo dibujado en el agua, creyó distinguir una figura esbelta y sinuosa refulgir en las profundidades y acostarse perezosamente a pocos metros de su escondrijo. Con suma precaución, se acercó al dragón y ató sus patas y alas con un delgado hilo de oro; luego, cortó la inmensa perla con una tijera de plata que extrajo de su pecho, y, guardándosela en la manga, huyó presuroso a su palacio, dejando el cadáver a merced de los buitres.

Protegido por su tejado escarlata, mandó a comprar el caldero más grande que hubiese, lo colocó en una fogata que había hecho en su jardín secreto y lo llenó de agua de su pozo (quemándose por ineptitud las manos y las pestañas). Cuando hubo roto el hervor, echó el caparazón, y esperó; y luego, con un martillo de piedra, partió la perla y volcó su contenido en el caldo. Finalmente, pasó la mezcla por un colador de seda y la guardó en un jarrón de porcelana cuya tapa selló con cera. Pegajoso de sudor, se acostó a esperar la siega.

No salió de su habitación hasta que, siete días más tarde, un sirviente golpeó la puerta y –sin mirarlo a la cara pues esas eran sus órdenes– le comunicó que los campesinos deseaban un nuevo sacrificio, esta vez para los dioses de la escasez, cuya habitual sequía se hacía esperar. Pálido de espanto, el señor recordó que la noche siguiente sería luna nueva –y que, sin sequía, no habría cosecha. Ordenó al sirviente que tranquilizara a los pobladores y marchó otra vez a la choza de Fu.

-Ya lo sé, señor –exclamó este nada más verlo–. No hay sequía, no habrá cosecha, no podrás tomar el elixir. La sequía está ligada al dragón; al matarlo, también la has destruido –y sin ella las plantaciones se pudrirán. Moriremos de hambre.

-Me iré lejos, en ese caso. Necesito una sequía más. Dame una respuesta, o..

-O harás que me torturen, también lo sé. Bueno, tal vez haya una forma.

“El Dragón deseca el lago con su aliento flamígero. Te apostarás en la orilla y encenderás tres ristras de fuegos artificiales; sostendrás dos de ellas en tus manos y una en tu boca, y bailarás alrededor del lago hasta consumirlas. A lo mejor logres agotarlo”.

El señor se marchó sin una palabra. Al anochecer, fue hacia el lago provisto de una vela, un platón y tres ristras de juegos pirotécnicos. Se detuvo en la orilla, colocó la vela en el platón, la encendió con un pedernal y puso el platón en la superficie del lago; a continuación, tomó las ristras con manos y boca y acercó sucesivamente las mechas al fuego. Cuando todas estuvieron encendidas, empujó el platón –que se alejó flotando– e inició una extraña danza con la mirada fija en la vela y los pies rozando el agua. Las chispas saltaban de los tubos para morir en el lago; el señor se movía en círculos, cada vez más rápido –a punto de asfixiarse por el humo. Una pavesa solitaria se prendió en sus ropas: descontrolado, el señor se arrojó al agua, soltando sus bengalas y salvándose por poco de ser incinerado. Las ondas hundieron el platón, que –junto con los cohetes y la vela– taponó la fuente submarina. Al salir el sol, resfriado y estornudando, el señor se congratuló al saber que la sequía había empezado.

Esa misma medianoche, el cielo completamente oscuro, el señor abrió su armario y apuró el contenido del jarrón –que destrozó arrojándolo por la ventana. Presa del sueño, se acostó inmediatamente. Al despertar, sin terminar de despejarse, inspeccionó su rostro en el espejo. Ya no había ninguna arruga: estaba tan terso como el de un recién nacido. Por fin, después de tanto tiempo, sonrió.

Pasaron los meses y llegó el momento de la nueva siembra –sin la inundación que la hacía posible. Los campesinos recordaron a su señor y se dirigieron al palacio para pedirle un sacrificio; este, sin dejar de contemplarse, los despidió amenazándolos con llamar a la guardia. Los campesinos rezaron a sus antepasados y quemaron incienso en el templo, y la inundación no llegó. Sus reservas se agotaron. Muchos cayeron enfermos por la falta de alimento. Los que se mantenían sanos consultaron al sabio Fu; y, siguiendo sus consejos, construyeron canales de madera e irrigaron sus campos.

Las plantas crecieron y anunciaron la siega –pero la sequía no se presentó. Los campesinos corrieron al palacio e imploraron a su señor que hiciera una ofrenda. Sin mirarlos siquiera, este ordenó a sus guardias que los apresaran y los torturaran –“pero déjenlos vivos, porque soy un monarca piadoso”. Los que se habían quedado en casa acudieron al sabio, que sentenció:

-El Cielo se encoleriza con los príncipes arrogantes. Tenemos que apaciguarlo. Entretanto, recojan los frutos de la tierra como de costumbre.

La cosecha fue magra y apenas alcanzó para alimentar a los niños. El granero del señor estaba vacío.

Con el nuevo sol, el señor, sabiendo que la falta de sequía e inundación causaría una hambruna, se levantó decidido a viajar a un poblado más benigno. Tocó la campanilla para llamar a sus sirvientes. Nadie se presentó. La tocó por segunda y tercera vez; y luego salió de su habitación gritando:

-¡Si no vienen en este instante los haré decapitar!

Se detuvo al ver una figura enconvada avanzar por el pasillo.

-Sirviente, saca mis baúles y prepara mi equipaje. Me largo de este pueblo.

-Así será, señor –susurró el anciano con una voz que el príncipe consideró misteriosamente familiar–. ¿Desea el señor que prepare su baño? Es un día muy caluroso…

-Eh… sí, hazlo. Y que sea en mi jardín.

Media hora después, el mismo sirviente encorvado asomó su cabeza:

-Su baño está listo.

El señor salió de su habitación siguiendo al sirviente hacia la glorieta. Su bañera de bronce humeaba atrayéndolo con su olor pungente y dulce.

-Me tomé la libertad de aplicar algunos aceites, señor…

-Muy bien hecho, sirviente. ¿Hiciste mis maletas?

-Ahora mismo, señor. Puede usted descansar.

El señor se despojó de su ropa y entró lentamente en el agua –que no estaba tan caliente como parecía. Allí, embriagado por el dulce olor del bálsamo y a cubierto del sol, le fue fácil caer dormido –luego de dar una rápida inspección a su lozano rostro.

Soñó que yacía en una hamaca, balanceándose suavemente a orillas del mar; y que veía dos olas gigantescas rompiendo en la costa a sus pies. De la espuma salieron dos criaturas, pequeñas al principio –que fueron creciendo a medida que se le aproximaban. Cuando las tuvo a un tiro de piedra dio un grito:

-¡La Tortuga y el Dragón!

Y abrió los ojos para encontrarse en una balsa, en medio del lago, sobre una pira –envuelto en su propia red dorada y atado con su propia cadena de oro. Miró en torno, creyéndose dormido –y descubrió a Fu en la orilla, humedeciendo un trozo de tela con la pócima que brotaba de un frasco. El sabio alzó la cara y lo miró:

-Ningún veneno, señor: solamente alcohol. ¿Estás bien?

-Libérame ahora mismo, anciano, o llamaré a mis guardias.

-Tus guardias murieron de hambre, señor, y los que sobrevivieron se han ido a sus casas. Esta vez no me matarás –no, ni siquiera puedes amenazarme.

El señor forjeceó inútilmente con la red y la cadena, y luego exclamó:

-Libérame. No podrás matarme. Soy inmortal, ¿recuerdas? Tú mismo me diste la receta.

El sabio exprimió suavemente el trapo y lo colocó en la boca del frasco mientras hablaba:

-Cierto, señor: te di la receta de la juventud. El caparazón de la tortuga con el elixir de la perla del dragón. Con él serás invulnerable a la edad.

“Y lo eres. No has envejecido un segundo desde que lo tomaste; de hecho, has rejuvenecido”.

-Así es. Soy inmortal, gracias a ti.

Fu soltó una carcajada.

-Eso es muy distinto, señor. Los años resbalan sobre ti como el agua en las escamas de una carpa; pero la carpa puede ser trinchada. Y tú también. Mientras vivas, no envejecerás –pero sólo mientras vivas.

“El dragón y la tortuga son muy longevos, pero mortales –tú lo has visto. Este Dragón Dorado y esta Tortuga Sagrada se acercaban al fin de sus días.

“Hay sólo una forma de hacerlos renacer: mediante un sacrificio. No cualquier sacrificio: ha de ser un joven, en la flor de la edad, imbuido de los poderes de ambos animales. Como sabes, el pueblo necesita sequías e inundaciones”.

Prendió la tela y arrojó el frasco a la pira, que se encendió mientras concluía su frase:

-O tal vez no lo sepas. Después de todo, no quisiste envejecer…

Luego se dio vuelta y regresó a su choza, a sus libros, sus pinceles y su caligrafía.

Los canales se secaron pasados tres días y se inundaron tras seis meses. El sabio se limitó a sonreír sin levantar la vista de su pergamino. Ya había vivido eso, cientos de veces.

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