El mal sólo triunfa

“¿Qué es el bien?”

Desde hace más de 2000 años, buena parte de la filosofía ha intentado responder a una pregunta aparentemente sencilla: ¿qué es el bien?

En realidad no sólo la filosofía lo ha intentado; probablemente todos los seres humanos hayamos tenido que afrontar la misma pregunta bajo uno de sus múltiples disfraces:

“¿Cómo distinguir lo bueno de lo malo…? ¿Es esto que estoy a punto de hacer bueno o malo…? En esta situación, ¿qué es lo mejor que puedo hacer? O, en el peor de los casos, lo menos malo…”

Puede (y de hecho es esa mi convicción) que nunca alcancemos una respuesta definitiva; esto es, que nuestros esfuerzos desplieguen una curva “asintótica” a la verdad. Eso no significa que no aprendamos con cada error; significa solamente que la verdad, como el horizonte, siempre se nos escapa -aunque esté siempre a la vista, siempre un poco más allá.

De ser así, de ser cierto que es prácticamente imposible alcanzar una respuesta definitiva y terminante, es indispensable asegurarnos de que continuamos esforzándonos día tras día. Porque sólo nuestros continuos intentos, nuestra persistente intención de aventurarnos en pos de lo desconocido, de arriesgarnos a cometer el mal cada vez que tratamos de hacer bien, nos permiten seguir aprendiendo y aproximarnos inexorable pero indefinidamente a ese horizonte.

La esperanza, el bien fundamental

Mas ¿qué es lo que nos permite continuar esforzándonos? La respuesta, en el fondo, es deslumbradoramente simple: la esperanza. Sólo la esperanza de que mañana sabremos mejor y con más precisión lo que es el “bien”, de que seremos capaces de hacer acopio de nuestro conocimiento y echar a andar luego de cada traspié con más celeridad y aplomo, nos mueve a seguir intentando por difíciles que sean los tiempos.

Por consiguiente, la esperanza es un “bien instrumental” imprescindible: en otras palabras, una virtud que posibilita el descubrimiento y puesta en práctica del resto de virtudes, y por ende, un bien que antecede lógica e históricamente al resto de bienes.

El único pecado es la desesperanza

Entonces, el mayor pecado es la desesperanza, porque nos convence de que no tiene sentido seguir en la lucha. Así como la esperanza es la fuente de que nace, indirectamente, todo bien, el mal fundamental es la desesperanza, la creencia de que estamos indefensos, de que nada que podamos hacer cambiará el orden de las cosas; de que el destino ha sido decretado por fuerzas más allá de nuestro control… En suma, la idea de que somos seres desamparados y frágiles a merced de las circunstancias.

El mal sólo triunfa porque nos convence de que ya ha triunfado

Pues, en realidad, el mal sólo triunfa porque consigue convencernos de que ya ha triunfado: de que sin importar cuánto nos esmeremos en hacer el bien, la balanza del universo ha sido amañada desde un principio y sin remedio. El mal sólo triunfa porque creemos que ya ha triunfado; porque abdicamos nuestra esperanza, y con ella, de nuestra libertad, nuestra biografía, de nosotros mismos.

El mal sólo triunfa porque nos hace creer que ya ha triunfado; y, así, nos disuade de luchar contra él. Y el bien sólo sobrevive porque se alimenta de la esperanza.

Solo

Hace como 40 años, Louis Pauwels y Jacques Bergier publicaron un libro que se convertiría rápidamente en best seller: El Retorno de los Brujos.

El Retorno de los Brujos

Plagado de datos grotescos, relatos macabros, citas eruditas y preguntas retóricas de alcance cósmico, El Retorno… es un desigual intento de “demostrar” la filiación mágica y mística que subyace a la ciencia y la historia occidentales. Azorados, descubrimos que el nazismo no era más que la supervivencia de atávicos mitos arios, y que el éxito de Hitler se debió no tanto a su genio militar cuanto a su empleo de poderosísimos rituales mágicos; constatamos que “los gobiernos saben más de lo que pregonan” acerca de los ovnis, los extraterrestres y los poderes mentales (verbigracia, que el ser humano los posee porque desciende de los proverbiales “hombrecitos verdes”); y que el mundo ha sido guiado desde sus inicios por un reducido comité de reyes-magos-conspiradores, relacionados con la Atlántida, los susodichos extraterrestres, el Rey Arturo y el budismo tibetano.

Todo esto, y más, se enmarca dentro de lo que Pauwels y Bergier llamaron “realismo fantástico”: “una corriente de pensamiento orientada a descubrir la naturaleza surrealista y mágica que yace oculta tras la percepción racional y cartesiana que se tiene del mundo”.

Y de este modo, sin imaginarlo siquiera, inauguraron (junto con algunos otros) la plétora de movimientos new age tan de moda hoy en día; el new age, temido y adorado a la vez.

(De paso: debo agradecer a Pauwels y Bergier el descubrimiento de Arthur Machen, mi escritor fantástico preferido -¡y con mucho! En El Retorno… transcriben un fragmento más o menos largo de El Gran Dios Pan, posiblemente su mejor obra. De hecho, se trata de este fragmento, que discute la naturaleza del mal de manera sutil, profunda y terriblemente inquietante. Excelente lectura… Como lo es sólo la primera parte de esto, antes de que aparezcan Lacan y su gelatinosa parafernalia…)

Planeta

Alentados por el inesperado éxito de su libro, los extravagantes autores comenzaron a editar una revista como no ha habido otra desde entonces: Planète.

Quiso la providencia que, a los 16, pusiera mis manos sobre un ejemplar (traducido en Argentina en 1965), que me remitió, a su vez, al “visionario Escher”.
Y quiere, ahora, que la portada de éste (que aún conservo) sea la misma que aquí se muestra. Casualidad, casualidad

Y quiso, hace un par de años, que diese con un corto ensayo donde Mircea Eliade critica con sabiduría y ecuanimidad estos tempranos brotes de sincretismo entre magia, ciencia, mitología y filosofía barata. (El ensayo, llamado “Las modas culturales y la historia de las religiones”, se encuentra en Ocultismo, brujería y modas culturales).

Eso quiso la providencia; o debería decir “la Providencia“, dada la frecuencia con que interviene en mis asuntos. (Algún día aclararé este punto con ella, esquiva como es…)

En la corriente de la Vida, de Hugo Simberg

Podría hablar durante horas de todo esto. Es un asunto fascinante, enigmático, que reverdece día a día; un pozo de transparente y cantarina agua en el fondo de mi alma.

Podría. Pero ¿a quién contárselo?

Estoy solo.

Sin ningún significado

A veces pienso que la vida es una tormenta, un monzón, un huracán violento e impasible.

Y que nuestro único refugio es la razón. De razón son nuestras ropas, nuestras sombrillas, nuestros chubasqueros; nos metemos en sótanos racionales y cerramos las racionales portezuelas -en la esperanza de que basten para repeler la cruel tormenta.

Nunca bastan. El viento arrecia y destroza sótanos, portezuelas, sombrillas; nos rasga las vestiduras y nos arranca los cabellos.

Y quedamos ateridos, desnudos, indefensos, en un mundo que no nos pertenece.

Tormenta de Nieve, de Turner

Dicen que “después de la tormenta, viene la calma”.

Mienten.

Macbeth, de John Martin

Macbeth, Act 5, Scene 5

Life’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more: it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing
.

William Shakespeare

Otros días, otros ojos

Corría un viento frío, cargado de humedad; de esos que te empapan sin decírtelo. Caminamos perezosamente hacia un tosco banco de madera emplazado en un risco. Me asomé –la caída era inmensa, terrible. Ella se sentó con su habitual elegancia, al tiempo estudiada y espontánea.

Entre el asiento y el despeñadero mediaba menos de un palmo. Me puse a su lado, nervioso; nunca me han gustado las alturas. Ella, impávida, se comía el paisaje a dentelladas.
La humedad se transformó en bruma, la bruma en niebla. A los diez minutos no podíamos ver nuestros propios pies; pero intuíamos el vacío sobre el que se alzaban -su perversa y fascinante atracción. Rodeados de una luz palpable, juguetona y glacial, del susurrar del viento que acariciaba el risco y los graznidos de sus transeúntes, éramos felices. O lo era ella; yo tenía miedo, miedo de caer a la sima –o en sus brazos. El universo nos pertenecía: pues nadie más había para compartirlo.

-Así fue la Creación –me dijo, extática, sin volver la cabeza– Podríamos ser los primeros hombres en la tierra.
-O los últimos –repliqué sin pensarlo.

En ese momento comprendí que esa frase condensaba todo lo que de distinto había entre nosotros.

Morte d’Arthur

Then loudly cried the bold Sir Bedivere:
“Ah! my Lord Arthur, whither shall I go?
Where shall I hide my forehead and my eyes?

For now I see the true old times are dead,
When every morning brought a noble chance,
And every chance brought out a noble knight.
Such times have been not since the light that led
The holy Elders with the gift of myrrh.
But now the whole ROUND TABLE is dissolved
Which was an image of the mighty world;
And I, the last, go forth companionless,
And the days darken round me, and the years,

Among new men, strange faces, other minds.”

Alfred, Lord Tennyson