Borderline, memoria y tradición

El borderline: el síndrome de falta de memoria

Una de las características del borderline es que carece de memoria. Mejor dicho: no tiene la perspectiva necesaria para emplazar su sufrimiento actual en un marco temporal. Así, el sufrimiento se vive como desconectado, absurdo, inexplicable e imposible de afrontar. Si la histérica, según Freud, estaba “enferma de reminiscencias“, el borderline no puede conjurarlas.

No se trata, desde luego, de la memoria en tanto mero recuerdo: el borderline sí que puede recordar escenas más o menos aisladas de su propia vida. Es una carencia más profunda, más experiencial: puede recordar, sí, pero no enlazar; cuenta su propia vida sin sentirse, en el fondo de sí, parte de ella. Y tampoco puede tomar distancia y observarla desde una posición ventajosa. Es como si tuviera las cuentas pero no el hilo donde engarzarlas.

(Este hilo, claro, se llama “identidad” -o, a veces, self).

Por ende, es un proceso más complejo que el simple “recordar” freudiano (aunque el mismo Freud, en sus últimos textos, -ante todo Recordar, repetir, reelaborar– se aproximó a esta intelección); un proceso que recibe el nombre, en la teoría cognitiva, de metacognición (y, en la filosofía clásica, de anagnórisis); y que se deriva de la estructura de los vínculos con las primeras figuras de apego. En síntesis, cuando dichos vínculos son medianamente sanos, el niño desarrolla un “espacio interno” que refleja el “espacio” que sus padres han construido para con él; esa capacidad que ellos le han prestado, a medida que crecía, de reflexionar acerca de sus emociones mientras las iba sintiendo, de ponerles nombre y diferenciarse así de ellas.

La existencia de este espacio es lo que permite a las personas no caer en la vorágine emocional en que el borderline ha de sobrevivir día tras día.

La sociedad borderline o la erosión de la tradición

Esto, que parece indiscutible a nivel individual, puede también aplicarse a la sociedad en su conjunto. Como lo dice Christopher Lasch en su monumental La Cultura del Narcisismo, la civilización occidental contemporánea no tiene memoria histórica -vive en un eterno presente, a saltos entre el consumismo más errático y las modas de cada segundo, entre la agonía y el éxtasis. De ahí la urgencia con que se vive, el terror a envejecer o tan sólo a parecer viejo, el desprecio por lo “antiguo” y “caduco”, la persecución infatigable de un mañana que nunca será hoy, la confusión entre “ser” y “parecer” y entre “parecer” y “aparentar a ojos de los demás”.

Nuevamente, no es cosa de falta de recuerdos concretos. Sí que los hay: las fiestas patrias, los monumentos, las leyendas relativamente conservadas… El problema es que la educación preserva los recuerdos pero no la tradición. Insufla datos fríos en la mente de los estudiantes. Pero no consigue sumirlos en el legado de sus antepasados, en los “usos y costumbres” de sus abuelos y tatarabuelos. Pues la tradición no es un conjunto de datos o hechos, sino una “forma de ser y hacer”; en el lenguaje de la teoría cognitiva, no es conocimiento “declarativo” sino “procedimental“, no es “explícito” sino “tácito“.

Así entendida, la pertenencia a una tradición es a la sociedad lo que el “espacio interior” es al individuo: le sirve de punto de apoyo para elevarse por sobre el manto de los siglos y contemplarse a sí misma con mayor perspectiva. Le permite destilar, de entre la miríada de hechos y afirmaciones, los principios que han gobernado su conducta a lo largo de los milenios, sometiéndolos a examen y crítica, a mejoras y reformas. La tradición es los “hombros de gigantes” en que se apoyaba Newton para ver más allá de su horizonte.

La tragedia de todo esto es que

Quien carece de pasado tampoco tiene futuro.

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