La primera gran obra de Alfred Hitchcock se titula The 39 Steps. Fue producida y estrenada en 1935.
Verla, aún hoy, produce estremecimiento, risa, pasión y euforia. Es una obra maestra, de esas que resisten el paso del tiempo. Nadie como Hitchcock para mezclar el suspense con la comedia sin solución de continuidad ni sensación de ruptura; nadie como él para tocar temas como el homicidio, la traición, la sexualidad y el miedo de forma que pulsen nuestras más íntimas fibras -sin despertar asco, censura o indignación.
The 39 Steps, como tantas de sus películas, es protagonizada por un perfecto cualquiera: Richard Hannay, un canadiense de visita en Londres, que se ve acusado de asesinato, envuelto en una trama macabra de espionaje y engaño y obligado a huir y limpiar su buen nombre -por pura casualidad. Hannay, interpretado por Robert Donat (un actor guapo y talentoso), ha de fiarse de una mujer (Madeleine Carroll) y de su suerte y habilidad; y nosotros lo seguimos pasmados y tensos mientras va de Londres a Escocia y de nuevo a Londres, sufriendo a cada momento y gozando con su naturalidad y dulzura.
The 39 Steps es una película casi perfecta -como un poema de Edgar Allan Poe: cada escena, cada parlamento, cada plano se encuentran en el lugar y momento correctos. La trama en sí es impecable, calculada matemáticamente: la película empieza en un music hall -y termina en otro, noventa minutos después. Allí, Hannay conoce a una guapa espía (trigueña, desde luego) que se hace invitar a su departamento -y que desencadena toda la historia; aquí, Hannay se encuentra en compañía de la rubia que se ha convertido en su compañera -y que conduce al abrupto desenlace. Un milagro de precisión y desarrollo especular -como este poema y esta canción.
Aunque filmada casi al principio de su carrera, ya tiene todas las obsesiones de Hitchcock: el héroe inocente y vulnerable que afronta el peligro con suprema nonchalance; la dama cuya suspicacia inicial es el primer síntoma de su enamoramiento; el villano de buenos modales y frialdad a toda prueba; las identidades falsas, equívocas o múltiples; la hipnosis y el poder de la memoria y los “estados alterados de consciencia”; el detalle ínfimo que sostiene toda la trama -y que sólo descubrimos al final; el desenlace lleno de acción y sorpresa y que se da a plena luz o bajo la atenta mirada de un sinnúmero de espectadores casuales; el romance que nace bajo los auspicios del peligro y la aventura.
Obsesiones que sus alumnos han sabido recrear a su manera: entre ellos, Dario Argento y Brian de Palma.
The 39 Steps me resuena por otra razón todavía: Robert Donat es idéntico a mi abuelo, hace ya sesenta años.
Años después, otro director, este desconocido y de la tradición de las películas de bajo presupuesto, dirigiría una nueva versión, sin duda menos magistral, cuyo único punto destacable era el protagonista: el actor Robert Powell, otro de mis favoritos (desde que vi Tommy, Asylum, Survivor, The Four Feathers y Harlequin, y desde que compartió escenario con Michael Caine en The Italian Job, la original, la que vale la pena).
Como Alfred Hitchock dijo, alguna vez: “¿Qué es el drama sino la vida misma una vez editadas las escenas aburridas?”