Otros días, otros ojos

Corría un viento frío, cargado de humedad; de esos que te empapan sin decírtelo. Caminamos perezosamente hacia un tosco banco de madera emplazado en un risco. Me asomé –la caída era inmensa, terrible. Ella se sentó con su habitual elegancia, al tiempo estudiada y espontánea.

Entre el asiento y el despeñadero mediaba menos de un palmo. Me puse a su lado, nervioso; nunca me han gustado las alturas. Ella, impávida, se comía el paisaje a dentelladas.
La humedad se transformó en bruma, la bruma en niebla. A los diez minutos no podíamos ver nuestros propios pies; pero intuíamos el vacío sobre el que se alzaban -su perversa y fascinante atracción. Rodeados de una luz palpable, juguetona y glacial, del susurrar del viento que acariciaba el risco y los graznidos de sus transeúntes, éramos felices. O lo era ella; yo tenía miedo, miedo de caer a la sima –o en sus brazos. El universo nos pertenecía: pues nadie más había para compartirlo.

-Así fue la Creación –me dijo, extática, sin volver la cabeza– Podríamos ser los primeros hombres en la tierra.
-O los últimos –repliqué sin pensarlo.

En ese momento comprendí que esa frase condensaba todo lo que de distinto había entre nosotros.

Morte d’Arthur

Then loudly cried the bold Sir Bedivere:
“Ah! my Lord Arthur, whither shall I go?
Where shall I hide my forehead and my eyes?

For now I see the true old times are dead,
When every morning brought a noble chance,
And every chance brought out a noble knight.
Such times have been not since the light that led
The holy Elders with the gift of myrrh.
But now the whole ROUND TABLE is dissolved
Which was an image of the mighty world;
And I, the last, go forth companionless,
And the days darken round me, and the years,

Among new men, strange faces, other minds.”

Alfred, Lord Tennyson

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