Adicciones, tercera parte

Los anteriores posts sobre adicciones (primero y segundo) han generado muchas preguntas y comentarios. Respondo a los últimos aquí:

No entiendo a qué te refieres cuando dices que no necesariamente el adicto esta en negación, ¿no necesariamente es una enfermedad?

A lo largo de la historia se han propuesto varias metáforas para entender las adicciones (en particular el alcoholismo). Carme Cunillera, en el estupendo Personas con problemas de alcohol: con la abstinencia no es suficiente, menciona tres: el “defecto de carácter”, la “enfermedad” y “la carencia de habilidades de vida”.

La visión del alcoholismo como defecto de carácter y del alcohólico como “pecador” o “débil de voluntad” es muy antigua y cristaliza en el s. XIX en Estados Unidos con el movimiento de abstinencia. Cientos de predicadores recorren el país arengando a las masas contra los terribles peligros de “la botella” y recomendando como cura la lectura frecuente de la Biblia. El alcohólico es un pecador, su consumo un vicio y su incapacidad de dejarlo una falta moral; “la botella” (o la sustancia) se personifica para volverse casi omnipotente, insidiosa y perversa; una vez abierta no hay modo de volverla a cerrar. (Idéntico mensaje repiten las campañas antidrogas desde entonces: “una vez que la pruebas, no puedes dejar de quererla… Por eso, sólo di no, ¡no la pruebes nunca!”).

Bajo este modelo, la “cura” del alcohólico pasa por el ritual típico de la religión católica, la confesión, en su variante protestante, que sustituye al sacerdote con la comunidad de fieles. El adicto toma la palabra y expone sus vicios ante los demás pecadores; cuenta luego cómo llegó a “ver la luz” gracias a la Palabra o a Cristo y cómo desde entonces ha podido luchar con éxito contra “el enemigo”. La audiencia lo aclama y refrenda su “renacimiento” aprobándolo e identificándose con él. Pero se trata de una batalla constante y diaria: el adicto debe estar siempre en guardia “con la ayuda de Dios”, no sea que “la botella” vuelva a infiltrarse en su vida. El ritual de AA es idéntico en lo esencial; sólo que en vez de hablar de Dios se refiere al “Poder Superior”.

Este modelo es falso. Es verdad que el Estados Unidos del s. XIX tenía una alta tasa de alcoholismo. Pero la investigación ha demostrado que las principales víctimas de “la botella” eran los nativos americanos, los negros y los blancos más pobres. Igual que ahora, cuanto menos recursos tenía una persona, más probable era que consumiese. El inculpar al adicto por su consumo coincide con el voluntarismo individualista norteamericano: “todo es posible, si te dedicas con toda tu voluntad y no dejas que nada se interponga; por ende, el fracaso es de exclusiva responsabilidad tuya”. Descuida los factores sociales que favorecen y sostienen el consumo masivo: en particular, la extrema pobreza, el desempleo, la explotación…

Al mismo tiempo, demoniza la sustancia: crea el mito de que el origen del problema es la sustancia en sí misma y no lo que el adicto hace con ella. Así como hay que cuidarse de la tentación y vigilar “las trampas del Enemigo”, hay que evitar todo contacto con el alcohol o las drogas, no sea que te “manchen”. Pero esto es una profecía autocumplidora. Las personas educadas de este modo aprenden a temer a la droga y a suponer que carecen de todo control sobre ella; lo que las predispone a consumirla de manera extrema. (¿Han visto lo que sucede cuando los chicos de colegios religiosos llegan a la universidad?)

En las culturas mediterráneas, entre los italianos, griegos, españoles, los niños aprenden a relacionarse con el alcohol de manera natural en el contexto de las celebraciones familiares. Beben pequeños sorbos de vino en las comidas y cenas. El consumir impulsiva y rápidamente es muy poco frecuente y quienes lo hacen son ignorados o ridiculizados. En cambio, entre los irlandeses, el alcohol se asocia con el sufrimiento y la “masculinidad”: uno de los hitos que dividen la adolescencia de la adultez es la primera borrachera. Los niños reciben un continuo doble mensaje: “el alcohol es terrible, devastador y catastrófico, pero lo llevas en la sangre, igual que tu padre”. Así, los irlandeses aprenden a consumir de forma violenta, apurando sin descanso una copa tras otra, rodeados de perfectos desconocidos en un bar. No es extraño que sea una de las culturas con mayores tasas de alcoholismo del mundo.

La segunda metáfora, “el alcoholismo es una enfermedad”, forma parte del proceso de “racionalización” y secularización, el “desencantamiento del mundo” weberiano del S. XX. Lo que antes era un defecto de carácter -perenne y absoluto- es ahora un “aprendizaje errado”, un síntoma de una enfermedad subyacente: la psiquiatría ocupa el vacío dejado por la religión. El alcohólico no tiene la culpa de serlo: está “enfermo” y no lo puede evitar.

La “negación” es evidencia de que está enfermo; con lo cual, los adalides de esta postura siempre ganan. Si el paciente admite que tiene un problema con la sustancia, santo y bueno; y si no lo admite, no es que no lo tenga, es que “está en negación” -lo que indica que el problema es aún más grave. (Compárese con “vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio” del Nuevo Testamento…)

Sin embargo, en el caso de AA, la racionalización sólo trae una nueva justificación a los mismos rituales religiosos. Sus creadores combinaron la metáfora de la enfermedad incurable con el rito de expiación y “renacimiento” cristianos, dando una pátina de indispensable credibilidad científica a un conjunto de cuestionables mecanismos de ayuda. Pero no se hicieron estudios de eficacia comparativa de Alcohólicos Anónimos (el movimiento de “medicina basada en la evidencia” es posterior a la creación de AA); y para cuando los estudios comenzaron a cuestionar su utilidad, los grupos de AA y “12 pasos, 12 tradiciones” se habían apropiado del territorio de las adicciones.

Este modelo, aunque más creíble que el anterior, también es discutible. El alcoholismo es una enfermedad sui generis: no se conoce su etiología ni sus vectores de contagio, no existe tratamiento farmacológico, no es visible más allá de sus signos o síntomas… Por otro lado, no es “incurable”: mucha gente consigue dejar atrás las adicciones, a menudo sin ayuda.

Tanto la metáfora de la “debilidad de carácter” como la de la “enfermedad” dan por supuesto la incapacidad de las personas para resolver sus problemas y controlar sus vidas; personifican a la sustancia y le otorgan un poder omnímodo sobre las personas -lo que en otro contexto he llamado “fetichismo“; mueven al adicto a sostener relaciones con otros adictos y no con gente saludable; le inducen terror ante la recaída, entendida como fracaso y no como momentáneo traspié; lo culpabilizan; justifican el que sus familiares y amigos ignoren sus deseos y exigencias y le impongan cosas “por su propio bien”… Un sinfín de consecuencias iatrogénicas.

Entonces ¿cuál es el método más adecuado para combatir las adicciones?

Mencioné de pasada la “aceleración ontológica” de Kelly, una metáfora excelente del trabajo con el adicto. La premisa fundamental de este proceso es que la personas somos intrísencamente competentes: siempre tomamos la mejor decisión posible entre las que vemos a nuestro alcance. La conducta humana es un proceso evolutivo: a medida que vive, cada persona va complejizando su visión de sí misma y el mundo. La tarea del terapeuta es, por ende, retirar los obstáculos en este camino. Ayuda a las personas a considerar las consecuencias de sus actos, a contemplar su vida con más perspectiva, a cuestionar los principios que han guiado sus vidas, a experimentar con nuevas formas de resolver sus problemas vitales. En suma, favorece la maduración psicológica y social.

La investigación indica que la “cura” de las adicciones es, justamente, madurar. Cuando uno aprende a gestionar sus estados emocionales de maneras más adaptativas y a largo plazo; cuando descubre que puede tolerar la ansiedad o el malestar sin embotarlos de inmediato con una sustancia; cuando elabora una forma de plantar cara a las demandas de los demás sin agredirles ni perder terreno, la adicción va ocupando cada vez menos espacio hasta desvanecerse.

La verdadera maduración psicológica siempre coincide con la adaptación al entorno social. Erik Erikson, uno de los psicoanalistas más brillantes del siglo pasado, escribió:

“La identidad del ego ha quedado establecida cuando el individuo llega a ser y a sentirse más completamente él mismo, y esto en búsquedas y papeles en que también significa más para algunos otros; es decir, para aquellos que han llegado a significar más para él. Esta es una cuestión relativa que incluye una delicada interrelación, pues puede decirse que el individuo elige y crea su medio de otros, así como es elegido y creado por ellos”.

(Esta interdependencia entre uno y su red social se llama actualmente intersubjetividad).

Por ende, en este trabajo, el terapeuta no intenta “luchar contra la adicción”. Su énfasis no está en la adicción sino en la persona y el modo en que la emplea. ¿En qué contextos consume? ¿Qué intenta evitar usando la sustancia? ¿Qué entornos sociales aumentan la probabilidad de consumir y cuáles la reducen? ¿Qué otros recursos podría experimentar para gestionar sus propias emociones dolorosas? ¿Qué cosas podría hacer en vez de consumir, y no sólo para ocupar el tiempo sino en pos de nuevos retos e intereses? Se facilita la “maduración”, el inevitable autodesarrollo de la mente y la creación de nuevas y mejores estrategias de afrontamiento o “habilidades de vida”.

A mi juicio, los terapeutas más interesantes en esta línea son Stanton Peele y Luc Isebaert. La investigación indica que este abordaje es mucho más eficaz, sensible y humano que los 12 pasos y la medicalización extrema. Suele obtener resultados positivos en relativamente pocas sesiones, sin culpabilizar o invalidar a la persona y su familia ni apelar a la drástica y temporal solución del internamiento. Se puede aplicar en hospitales de día o en la consulta privada con el apoyo de una terapia de grupo.

Como decía Confucio: “¿Cómo es que, habiendo puertas, hay gente que se obstina en entrar por las ventanas?”

3 thoughts on “Adicciones, tercera parte

  1. Daniela says:

    Cómo se explica el fenómeno social de que en el Ecuador, un país con claros problemas de alcoholismo, sean únicamente los evangelistas los que han podido sacar a comunidades indígenas y campesinas del alcohol. Es que lo reemplazan con la necesidad de complacer a un Dios que los ha hecho ver la luz?

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