El Pez que se muerde la cola: Constructivismo y Masonería

(Este texto nació de un reto: relacionar la filosofía masónica con la teoría y la filosofía constructivistas. Parte de algunos supuestos; ante todo, que la oposición -típicamente racionalista- entre “razón” y “emoción” es torpe y especiosa, ya que se requieren y afianzan mutuamente; así, amar y conocer son aspectos de un mismo proceso en diferentes planos.
El Pez que se muerde la Cola, el Ouroboros, es un antiquísimo símbolo alquímico del infinito y la eternidad; bien podría, también, simbolizar el carácter autocreativo de toda vida, su “autopoiesis”; y también la fecunda circularidad de los sistemas de pensamiento -ese “cierre sobre sí mismo” que los no enterados confunden con “la imposibilidad de salir de un texto”, entendiendo mal a Derrida.
En cuanto a la metafísica emanacionista y la creacionista, fundamental discrepancia entre diversas tradiciones religiosas, he seguido a Peter Munz, al que admiro con frenesí. Tanto Kenneth Burke -en
A Grammar of Motives- como Gersom Scholem -en La confrontación entre el Dios bíblico y el Dios de Plotino en la antigua cábala- se han acercado a distinciones semejantes. Y todos han constatado que de cada metafísica se deducen una epistemología y una ética de modo casi inexorable; lo que contribuye a entender nuestra actual cosmovisión, aparentemente católica pero soterradamente gnóstica, y nuestros dilemas sociales y políticos. Para una discusión apropiadamente académica de esto, véase Estética y Conocimiento encarnado, en la sección de Filosofía.
La discusión sobre la Dualidad y su superación debe mucho a Peirce y sus ideas de Primeridad, Segundidad y Terceridad; la idea de “conocimiento tácito”, a Michael Polanyi y su
Personal Knowledge).

Primera polaridad: Amar y Saber

En el terreno del afecto, el amor requiere una confianza unilateral, un entregarse al otro, un darse sin más. Esto no significa que no se busque recompensa alguna; por el contrario, la entrega reclama una entrega paralela, una suerte de reciprocidad –aunque sea imaginaria o simbólica; como lo fue la reciprocidad que recibieron Cristo, Sócrates y Ofelia por sus sacrificios y sus inmolaciones. Y no se trata de una reciprocidad estricta, de un quid pro quo mercantilista y vulgar. No: se trata de una anagnórisis, de un cambio completo de perspectiva; de un dejar de ser alguien para ser otra persona, a la vez el mismo; de abandonar la vieja piel para presentarse al mundo sin ella, desnudo, inerme, íntegro.

De aquí que se afirme que el verdadero amor no busca recompensa; puesto que, como toda buena acción, tiene una recompensa intrínseca, que se pervierte cuando se busca per se. Y que se diga que “en el pecado está la penitencia”; porque el pecado es una atadura con el mundo, con el vicio. Así se explica que la Mas:. busque hombres “libres y de buenas costumbres…” Más aún: desde un punto de vista tradicional, toda acción encuentra su respuesta en sí misma –como señala Krisna a Arjuna en el Baghavad-Gitâ: “debes combatir por el combate mismo”… Pero de esto, más adelante.

En el terreno del conocimiento, conocer requiere una confianza unilateral, un entregarse a una convicción, un prescindir de la duda, sin más. No es una confianza ingenua; en el caso ideal, el conocimiento clama por un objeto consistente, por una serie de eventos que lo validen o invaliden; clama, de cualquier modo, por una respuesta pertinente. (Igual que el amor: “odio quiero más que indiferencia”…) La pregunta requiere una respuesta; y toda acción genera una reacción opuesta y de igual empuje.

Así, tanto conocer como amar son parte de un mismo proceso, que podemos llamar, a falta de mejor término, “vivir”; comparten una misma estructura; requieren de un mismo sacrificio; arrojan un mismo placer; obligan a un mismo compromiso. No han de ser unificados: están unidos, son indisolubles –sólo hace falta reconocer tal unión. Y así, el constructivismo responde a la búsqueda fundamental de la Mas:., al concierto entre la Belleza, la Fuerza y la Sabiduria.

De esto, a través de diversos rodeos, trata este texto.

Segunda polaridad: creación y emanación

Como ya he señalado repetidas veces, hay dos clases de cosmogonías, de explicaciones del origen del universo. Y a cada una corresponden sendas metafísicas, epistemologías y éticas.

Una es creacionista: la Divinidad, anterior a Todo lo Existente, el Ser Increado, el Motor Inmóvil, toma un buen día la decisión fecunda de crear el Universo –y con él, al ser humano. Creación y creatura son esencialmente distintos; nunca pueden coincidir, mucho menos unificarse. La ética es relacional: la creatura debe entablar un vínculo con su creador, en el bien entendido de que siempre estará por debajo de él. La metafísica es discreta: el Universo se compone de partes, piezas, separadas y diferenciables. Huelga decir que buena parte de la metafísica cristiana es de este tipo –excepto ciertos teólogos apofáticos como el Pseudo-Dioniso Areopagita, ciertos místicos como el Maestro Eckhart, ciertos filósofos como Spinoza. El acto creativo es asimilado a la palabra, representante del pensamiento (“Hágase la luz…”); la palabra, que nace en el silencio, de la nada –como el pensamiento nace en la calma de la mente y (se supone) en virtud de la voluntad del pensador. Es un acto masculino, enérgico; es el Principio Activo, el Azufre, la Forma, el Número.

La otra es emanacionista. La Divinidad, en el fondo idéntica a Todo lo Existente, se divide un buen día en millones de fragmentos –que son las Diez Mil Cosas, el Velo de la Ilusión; que somos todos nosotros, desde los átomos hasta las estrellas. Nótense los primeros contrastes: la cosmogonía creacionista hace hincapié en la voluntad, en el acto libre y soberano de creación; la emanacionista, por el contrario, en la espontaneidad. La creación sucede, acaece, se da; el Dios se duerme y sueña que es muchos –en la maravillosa metáfora hinduista. El acto creativo se asimila a la concepción –y, más exactamente, al sacrificio: al partir en pedazos un animal para entregarlo en ofrenda. Al explicar el sacrificio, las Upanisads repiten una y otra vez que “así como nosotros trituramos la planta del soma, así Brahma se trituró y partió a si mismo…” Más familiar nos resulta la versión que, pese a su creacionismo, conserva la Iglesia: “Tomad y comed todos de él…” La metafísica es continua: no hay verdadera distinción entre las cosas; la separatividad es una mera ilusión. La creación es femenina, pasiva; es el Mercurio, la Materia, la Cantidad. La ética es solipsista: el objetivo de la vida no es recuperar el vínculo con el Creador, sino identificarse con él –o, más bien, descubrir que ya se es Dios, sin saberlo.

El fin de las polaridades: la Trascendencia

Ahora, detengámonos un momento. Hemos comenzado oponiendo el conocimiento al amor, la razón a la pasión; y aventurado que, bajo sus peculiaridades, un mismo proceso se oculta. Hemos definido dos grandes principios, dos formas de ver la Creación del Universo –y dos metafísicas, éticas y epistemologías concomitantes. Azufre y Mercurio, opuestos y amantes, en su eterna danza de apareamiento. Hemos llegado a un lugar común en la historia del pensamiento, tan frecuente que es casi banal.

Supongamos que dividimos la realidad (o una parte cualquiera de la realidad) en dos principios. Supongamos, además, que los oponemos entre sí, de forma que cuando uno está presente, el otro está ausente, y viceversa. Tenemos dos opciones; o quizá tres. Una, dar primacía a uno de los dos, reduciendo el otro a él. Los monistas (como Spinoza) obran de este modo; ésta es la explicación cristiana del mal como mera “ausencia de ser”. Otra, aceptar la dicotomía; lo que supone aceptar una alternancia, un ritmo, un pasar de una cosa a la otra y viceversa. Pero es la “cosa” lo que cambia; los principios permanecen. Así pensaban ciertos presocráticos, algunos gnósticos y buena parte de los mazdeístas.

La tercera opción es suponer que los dos principios se unifican en un principio Trascendente –es decir, un Principio propiamente dicho. Así se obtiene lo mejor de cada explicación y se evitan sus desventajas. La alternancia del universo –calor y frío, húmedo y seco, bueno y malo– es real, no aparente (como deberíamos pensar si rechazásemos el dualismo); pero también lo es la unidad, la permanencia de algo por debajo del cambio –sin lo cual el cambio no tendría sentido.

Quizá de esto se trate la “apertura del tercer ojo”. Quizá el pilar de la Mas:. sea el retorno a –y a la vez la superación de– la Unidad. Tal retorno se realizaría en cada individuo en virtud de la formación masónica, de inspiración iniciática y metodología simbólica; en virtud del mito y el ritual, de la continua tríada, del dominio de las pasiones.

Quizá así sea. En todo caso, el constructivismo –al menos el que me anima– que trata de esto.

Constructivismo: la vida y el tiempo

El paradigma o modelo de este tipo de constructivismo, el Principio Trascendente, es, justamente, la creación o construcción; en concreto, la vida misma, su capacidad creadora, su espontaneidad planeada; es el conatus de Spinoza, el élan vital de Bergson. La vida, a su vez, se define como un permanente intento de unir el pasado con el futuro, de apostar y hacer balance, de lanzarse en pos del mañana y hacer acopio del ayer. Es la “prehensión” de Whitehead, la apropiación de las “ocasiones de experiencia” pasadas por parte de las actuales. Tiene muchísimos nombres. Kelly emplea el verbo “construir”, la tradición constructivista el de “organizar”, Guidano el de “secuencializar”; el fenómeno es el mismo (paralelo, tal vez, a la búsqueda de sentido de Cassirer o a la hermenéutica de Gadamer en sentido amplio). Y esta actividad induce (u obedece a, que para el caso es lo mismo) una tensión entre el ayer y el hoy, una brecha que se cubre con mayor o menor acierto. La esencia de la vida es prehender, anticipar momento a momento los eventos introduciéndolos en su propia continuidad, su “patrón” característico; organizar todo el ámbito de la experiencia en pro de su permanencia.

Ahora bien: el proceso de delimitar certezas, de construir un futuro a través de un pasado, procede solamente en virtud de las condiciones del universo tal como lo conocemos, de su sutil incertidumbre, su ordenada vaguedad; en suma, de su alternancia, de la dialéctica, la armonía de los opuestos.

Consideremos los dos casos límite: el de la certeza definitiva y el de la absoluta impredictibilidad. El primero es más facil de formalizar: se trata del caso en que sabemos que un evento dado tiene una probabilidad de 1. El segundo es más complicado: no puede tratarse de que cualquier expectativa tenga una probabilidad de 0, porque entonces ninguna cosa imaginable ocurriría nunca, y esto es absurdo. Podríamos decir que se trata del caso en que es inútil aventurar conjetura alguna porque es virtualmente imposible siquiera estimar su probabilidad –ya que las probabilidades de todos los eventos son iguales. Se trata, ya lo vemos, de un asunto de azar epistémico: la misma noción de “azar ontológico” es contradictoria.

Si supiéramos con total certidumbre los sucesos futuros; si fuésemos capaces de predecir sin sombra de duda lo que ha de ser, ¿para qué esforzarnos? ¿Para qué vivir, de hecho, si supiéramos que nada de lo que hiciésemos podría cambiar el futuro?

Por otra parte, si no pudiéramos intuir en lo más mínimo lo que ha de pasar, si estuviésemos a merced del tiempo como una cometa en una tormenta, ¿para qué seguir? No habría manera alguna de mantener una continuidad, de unir el pasado y el futuro, de crear esas secuencias causa-efecto que tanto nos ayudan y aprisionan. La vida se reduciría al instante, a un aquí y ahora totalmente independiente de todos los demás aquíes y ahoras (1). El translúcido velo que esconde e insinúa el futuro es una muestra de la compasión de los Dioses.

Esta visión de la realidad, de la estructura de la vida, modifica en consecuencia la visión del tiempo. El pasado no define lo que sucede actualmente; este tipo de determinismo, el tiempo como un brazo que nos empuja hacia adelante, no se sostiene más. Al contrario: el pasado se convierte en una huella dejada por el presente, como la estela de un barco, como la cola de un cometa. Esto concuerda, ¡oh sorpresa!, con los teólogos que sostenían que el mundo era creado a cada momento, y que sólo seguía existiendo gracias a la Voluntad Divina –que asumía así el papel del Preservador, Brahma, de la Trimurti hindú. El ser vivo es un puente entre el futuro y el pasado, una forma de crear ambos y de mantenerlos unidos y separados a la vez.

Constructivismo, consciencia, creación

Existe un curioso paralelismo entre la sophia perennis tal como nos es transmitida y el constructivismo. Desde la perspectiva constructivista, “crear” es más bien “separar”, dividir, medir –con el compás de la dualidad que Dios coloca sobre las aguas para alejar la tierra de ellas. “Crear” es como nombrar; el conocimiento es en sí mismo creativo –y causa sui, cerrado sobre sí mismo. Así, el símbolo de la lanza, la espada o la navaja, común a varias tradiciones y especialmente importante en el budismo (donde vajra se refiere al “conocimiento afilado como un diamante” que separa lo correcto de lo erróneo, la verdad de la ilusión), subyace también al constructivismo –de una manera tácita. El privilegio humano, la capacidad de dar nombre, es una emulación del acto divino de creación. Así como Dios separó las aguas de la tierra, la luz de la oscuridad, el ser humano mide, compara, divide, clasifica, categoriza; da forma a la materia prima, caótica y cambiante –o eterna; pues donde no hay diferencias tampoco puede haber cambio –ni, en rigor, tiempo alguno.

Esta, como se ve, es una metafísica emanacionista. Algo existe –y nada más puede decirse; es un algo vago, evanescente, carente de propiedades salvo la de Ser –la más vaga, elusiva y maliciosa de todas. “Crear” es, en realidad, establecer distinciones; es separar, medir y comparar. ¿Cómo se relaciona esto con la consciencia humana tal como la contempla el constructivismo?

Hay en psicología un efecto célebre llamado “efecto autocinético”. Consiste en que, a cierta distancia y en total oscuridad, una fuente aislada de luz inmóvil da la impresión de moverse, de oscilar una y otra vez. Esto se debe, en parte, a que los ojos hacen un continuo movimiento de barrido en todas direcciones. Es virtualmente imposible fijar la mirada en un solo punto, porque la observación requiere de “puntos de apoyo”; los ojos necesitan ofrecer un torrente continuo y diferenciado de inputs a la corteza. Para percibir la inmovilidad hay que mover los ojos.

Lo mismo ocurre con toda forma de percepción. Cuando palpamos una superficie no colocamos los dedos sobre ella; los desplazamos ligeramente, arriba y abajo, procurando detectar los cambios, las rugosidades, los valles y las crestas. La percepción, pues, requiere de la diferencia: de una cadena permanente de información, que a su vez debe contener cambios, por imperceptibles que aparenten ser.

Así es también la consciencia humana. El pensamiento requiere saltar de un objeto intencional a otro y a otro; es virtualmente imposible fijarlo en un solo lugar. Repárese en lo que hacemos para dormir: nos sumimos en la corriente de la consciencia, nos abstenemos de controlarla y nos dejamos llevar, pasando de un tema a otro sin solución de continuidad. Quienes afirman que se puede “no pensar”, en realidad están afirmando que cuando se obliga a la mente a centrarse en un solo pensamiento, dicho pensamiento pierde todo sentido –como cuando se repite una misma palabra hasta que deja de significar nada, o se mira uno al espejo hasta que no se reconoce. Porque el sentido, como indicaba De Saussure, depende de la diferencia.

Pero ¿dónde se establece tal diferencia? En un material previamente existente, desde luego; en la marea de la experiencia desordenada y primaria –si hubiese tal cosa. Y ¿quién la establece? En cada caso particular, una persona o consciencia en particular.

Y aquí surje el enigma, la paradoja, el quid de la cuestión: lo que se vivencia como un descubrimiento tiene la estructura de una creación. Yo elaboro una diferencia, contrastando luz y oscuridad, movimiento y parálisis, arriba y abajo, bueno y malo –y todas las demás oposiciones que organizan mi experiencia momento a momento; pero dicha diferencia, que en rigor es producto de mi propia actividad, se me presenta como“dada” desde fuera. No la invento, la descubro. De nuevo tropezamos con la alternancia, la dialéctica, la polaridad; y constatamos que se desvanece mágicamente en cada minúsculo acto de vida. Intuimos que emanación y creación son dos caras del mismo proceso, del mismo Juego de los Dioses; que apoyarse en una en detrimento de la otra es extraviarse, engañarse, caer en la dualidad.

“Consenso” vs. “orden espontáneo”

Veamos un ejemplo. Recordemos la consciencia cartesiana, que se funda a sí misma sobre su propia duda, en completo aislamiento; una consciencia autosuficiente y que alcanza en sí la certeza. Si en lugar de ser un individuo se trata de una sociedad o cultura se desplaza el locus del suceso, no su estructura; se asume, con escalofriante candor e ingenuidad, que la sociedad de hombres libres, la cultura, puede ser capaz de alcanzar un “consenso”, una “certeza” -aunque sea por el expediente de crearla ad hoc o ad libitum. Se atribuye un poder casi ilimitado a la “razón”, el “diálogo” y el “consenso”.

Pues bien: el estatus fundacional del acto es idéntico; sólo cambia el escenario y los actores. Esta razón ilustrada, cartesiana, habermasiana, es creacionista; y tanto Habermas como Descartes reviven, en términos feraces y brillantes, la esencia del mito cosmogónico judeocristiano.

Contemplemos el mismo problema desde una metafísica emanacionista. Se asume desde un principio la preexistencia de un sistema, de una serie de reglas o elementos ineluctables; se asume al tiempo el descubrimiento de lo que esta allí afuera y su (re)creación en la consciencia de cada persona y cada cultura. En esta feraz paradoja se asienta su valor y su potencialidad ilimitada: la invención de uno mismo como parte de un Todo, la separación de un espacio dentro de un universo. Venimos a un mundo que nos antecede; pero para vivir tenemos que hacernos cargo de él y reproducirlo. Ser uno es no ser los demás; es definirse diferenciándose de ellos –y encajando, a la vez, en la sociedad que nos engloba a todos.

La interacción produce, eventualmente, un orden propio, no exento de normas, instituciones, leyes –pero no producido por la mera razón, la mera voluntad. Es –para emplear las palabras de Hayek– un “orden espontáneo”, fenómeno empíricamente demostrable en los grupos (a partir del ya mencionado efecto autocinético: se llama “formación de normas”).

La libertad de la voluntad

Vale la pena abundar en este tema. Venimos a un mundo “dado”: en efecto, somos “arrojados” a la existencia… ¿O no? Porque este símil, tan heideggeriano como occidental y cristiano, es ajeno a buena parte de las tradiciones orientales. Ni el budista ni el taoísta, y menos el confuciano, se sienten “arrojados”: por el contrario, nacen del mundo, vienen de (y no a) él, como la manzana del árbol o éste de la tierra misma. No separan a la criatura del creador: son una y la misma cosa, una sola esencia.

Así, no les hace falta “buscar” desesperadamente el sentido de su existencia, ni afanarse en el intento de ver la muerte cara a cara, de aceptar la “nada”. Si están aquí, razonan, hay algún motivo, como lo hay para la manzana o el árbol. Pero no un motivo que puedan comprender; no, la razón humana es limitada, pobre, inútil ante el Absoluto –porque es sólo una parte, incapaz de abarcar el Todo.

Con lo cual no abdican de ella, antes bien, la utilizan con mayor habilidad –al ser conscientes de sus limitaciones. Como ya hemos dicho, la metáfora más frecuente en la tradición budista e hinduista (a veces presente en la católica: p. ej., Apocalipsis, 1: 14-16) para entender el verdadero conocimiento es la navaja o la espada, que “corta” el velo de la ilusión, que distingue entre lo esencial y lo accesorio, lo temporal y lo permanente. Permanente no porque no cambie, sino porque la misma idea de “cambio” le es ajeno, porque está más alla del tiempo y del espacio, mas allá de la diferenciación y la dualidad, en el reino de lo Trascendente.

El constructivismo hace equilibrios en el filo de esta navaja, entre lo Creado y lo Dado, entre lo que podemos modificar con nuestra acción y lo que se le escapa –porque es su condición de posibilidad. (De hecho, mi tesina de doctorado intentaba, con desigual acierto, delimitar el filo de la navaja saltando de un lado a otro de ella).

He aquí, pues, el núcleo de este problema: la libertad de la construcción. Para plantearlo de otra manera: si la realidad es construida, ¿podemos construir lo que nos venga en gana? ¿O tenemos que respetar ciertas reglas?

La vertiente construccionista de la psicología posmoderna suele extraviarse en la desafortunada idea de que ciertamente podemos construir lo que sea; basta con ponernos de acuerdo (la naturaleza del acuerdo no se especifica, ya que esto implicaría, a su vez, un acuerdo sobre sus bases o fundamentos, y asi ad infinitum). La vertiente sistémica, haciéndose eco del ya citado “orden espontáneo” de Hayek y los liberales clásicos, desmiente rotundamente esta falacia. No: construir implica hacerse cargo, asumir, los compromisos previos, las construcciones que son la base de nuestra actividad, que son nuestra tradición. Contruir supone hacerse partícipe de lo ya contruido; responder al “¿de dónde vengo?” masónico y jesuítico; convertirse en un ladrillo más en el Templo del Rey Salomón.

Para ser libre hay que entregarse, dejarse sujetar por la Tradición, la ley, el amor; pertenecer a una cultura, un lenguaje, una forma de vida. Para construir es imprescindible integrarse a algo, hacerse parte de una empresa inacabable e infinita, la Humanidad, tanto como lo es darse, abandonarse, para disfrutar las cosas que en la vida valen la pena: el sexo, la música, la comida, la poesía, la conversación. Todas requieren un dejarse atrás, un salirse de uno mismo para abalanzarse al Infinito. Todas requieren “despojarse de los metales”.

Razón y símbolo: la razón metafórica

La Mas:. no está libre de esta necesidad de construirse a sí misma diferenciándose de las demás instituciones –e integrándose a la vez al todo que las sustenta. Dicha diferenciación tiene múltiples manifestaciones simbólicas, doctrinales y morales.

Tomemos una de las más llamativas –con la que hemos comenzado este trabajo: la continua oposición entre Razón y Símbolo, o entre Razón y Pasión. Hay, en realidad, dos oposiciones simultáneas y superpuestas.

La primera, entre Razón (entendida como “pensamiento conceptual”) y Símbolo (o Mito). Una y otra vez se nos dice que “la Mas:. utiliza un método de enseñanza no conceptual, el símbolo”; que “el símbolo es superior al concepto porque es múltiple, diverso sin dejar de ser el mismo”; que “es necesario recuperar la unidad entre Razón y Mito”; que “el símbolo permite transmitir verdades inexpresables en el lenguaje conceptual”. En este contexto, la razón es denigrada y vilipendiada; la Ciencia es tachada de “positiva” (bajo el acápite, ya en desuso, de “positivista”) y confrontada con la auténtica Ciencia, la Sagrada. La razón, tímida y apocada, corre a esconderse de la Luz y el Ojo.

Esta premisa no resiste el más banal de los análisis. En efecto: todo lenguaje –y, por ende, toda cultura– es, por definición, conceptual y categórico; todo lenguaje divide, fragmenta, construye la realidad de un modo determinado –clasificando sus objetos bajo distintos acápites. Intentemos hablar sin hacer uso de conceptos o categorías. ¡Intentemos siquiera pensar!

No hay forma de escapar del concepto; es consustancial a la vida –al menos desde la perspectiva del ser humano, y quizá desde la de cualquier forma de sujeto. El concepto recobra su antiguo valor, su poder inescapable; la Razón sale de su escondrijo y se yergue, orgullosa y omnipotente.

Mas ¿que ocurre con su Némesis? No podemos ser sin ser razonables; ¿podemos dejar de lado el símbolo?

De ningún modo. Pues todo concepto es, también, una metáfora; es una extensión de una misma forma o principio a una multiplicidad de elementos disímiles excepto en lo que atañe a dicha forma o principio (a ojos de quien la postula: nuevamente, la construcción de lo real). El lingüista George Lakoff –siguiendo las ideas de Kenneth Burke– sostiene que todo razonamiento es en esencia metafórico; que la relación entre diversos dominios cognitivos se funda en la metáfora, la transposición de idénticas estructuras o isomorfismos a diversos contextos; y que de esta transposición surge el significado, esa capacidad mágica de entender y explicar.

Pensemos en la palabra “silla”. Las hay con y sin respaldo, con y sin brazos, con y sin patas, con y sin cojines… “Independientemente de su forma física, las sillas sirven para sentarse”, podríamos alegar con enfado. Pero ¿y si colocásemos una silla en un museo –como Duchamp hizo alguna vez? Nadie va a sentarse en ella nunca más; y sigue siendo una silla. Las palabras, entonces, se sostienen en una red de “parecidos de familia” –afortunada expresión de Wittgenstein, ella misma un símil; una red que les otorga sentido.

También de esto hay una comprobación experimental, que demuestra que el razonamiento humano procede no en base a argumentos sino a paradigmas, a modelos. Y hay una explicación evolutiva: el razonamiento es vástago de una humilde pero imprescindible función cerebral, el reconocimiento de patrones sensoriales.

Razón y pasión: la danza de lo humano

En otras ocasiones masónicas, la razón se enfrenta a la pasión, sobretodo a la “baja”: por ejemplo, en el Signo del Aprendiz, o en el significado del cinto que une el mandil al cuerpo. Aquí, por el contrario, es la pasión, las emociones, lo que se denigra; y la razón se vuelve casi un sinónimo de la voluntad, de la capacidad de “controlar” los afectos. La mente humana se convierte en un terreno de batalla entre las pasiones, supuestamente “irracionales”, involuntarias e incontrolables, y la razón, supuestamente dependiente de la voluntad y del juicio.

Una vez más, este supuesto no resiste el análisis. ¿Hasta qué punto podemos en realidad “controlar” nuestros pensamientos? Si nos fijamos, repararemos en que son tan aleatorios, tan evanescentes, tan efímeros y frívolos como las emociones. El ojo de la mente pasa de un tema a otro, a otro y a otro, sin alcanzar nunca una atalaya desde la cual contemplarlo todo y hacerse una idea global. (Esto es, en esencia, el gran descubrimiento del Buddha: la mente no puede verse a sí misma, ni controlarse; por ende, no existe en tanto sustancia, en tanto algo que sobreviva a la muerte). La mente no es una pantalla donde proyectemos nuestros deseos: es una selva donde conviven nuestras ideas, extrañas especies en continua competencia.

Por otra parte, ¿hasta qué punto son nuestras pasiones “incontrolables” o “involuntarias”? Como ya señalara Aristóteles, podemos domeñar las pasiones mediante el adoctrinamiento; podemos moldearlas, como se moldea a un caballo salvaje o a un niño pequeño. El hábito, la costumbre, nos permiten trascenderlas.

Mas aún: la emoción nunca surge con independencia del pensamiento, y viceversa. Toda emoción supone una categorización; supone un yo, frente a un otro, en un escenario, realizando una actividad; requiere una visión de uno mismo y de los demás, y un criterio de lo “acertado” y lo “erróneo”, lo “bueno” y lo “malo”. Todo pensamiento es evaluativo; le es inherente una definición del decurso “correcto” y el “errado”; y dicha definición se funda en la emocionalidad, en la sensación que mantiene el pensador sobre sus ideas momento a momento, a medida que las contempla, desarrolla y persigue.

La salida del dilema: Conocimiento tácito y explícito

El racionalismo consiste en la idea de que emoción y razón son incompatibles; que, por ejemplo, si uno intenta aplicar la razón a la emoción, esta “huyendo” de ella, “intelectualizando”, “no experimentando”; que para resolver una situación inquietante hay que hacer caso omiso de las emociones.

No es así. Al contrario, hoy sabemos que razón y pasión no pueden funcionar por separado; se requieren una a la otra, indisolublemente. Las emociones no deben ignorarse, pero tampoco obedecerse; deben contemplarse, utilizarse como elementos de información, como partes de un complejo contexto que nos permite entender, eventualmente, quiénes somos y quiénes no, qué queremos y qué no, etc.

Así las cosas, no tiene sentido seguir apoyándose en la oposición entre “concepto” y “símbolo”, o entre “razón” e “intuición”; ni seguir definiendo el camino masónico por lo que no es. Sí lo tendría, en cambio, aproximarse a una unificación entre símbolo y concepto –en la propia vida.

Porque pueden estar distanciados –aunque nunca separados. Uno puede saber hablar de algo –y, empero, no saber qué hacer con ello. No es lo mismo saber “acerca de” (ser capaz de citar nombres y fechas, de pergeñar un discurso, por pomposo y erudito que sea) que saber –que abordar una situación con habilidad y pericia. Pueden citarse de memoria todas las cepas y variedades de vino tinto sin que se pueda distinguir entre ellas al probarlas. Muchos psicólogos bisoños pueden hablar horas de un caso cualquiera, relacionándolo con Freud, Klein o Bleger; pero muy pocos, casi ninguno, sabe qué hacer para ayudar a esa persona. Saber hablar de algo es simplemente saber hablar; es un asunto retórico, una forma de conocimiento “explícito”. Saber hacer algo requiere práctica; y la práctica, el aprendizaje, tienen como resultado que algo que requería de la atención consciente para hacerse se termine realizando de manera casi automática. Conocer es parte de actuar, y actuar de vivir –es decir, de entablar recurrencias entre el pasado y el futuro, de mantener una continuidad a través del cambio.

De hecho, este distanciamiento entre conocimiento tácito –lo que se sabe sin saber que se sabe– y conocimiento explícito, en el plano de los afectos, es la causa de buena parte de los trastornos psicológicos; es el llamado “déficit de metacognición”, la capacidad de reflexionar acerca de uno mismo, de la propia consciencia. Cuando el terreno de lo tácito son las emociones, la unidad adopta la forma de un insight, de un descubrimiento sobre la propia vida; es una anagnórisis, un “¡ahora caigo!” Cuando son los símbolos, se dan las experiencias estéticas o místicas: la consciencia de que Todo es Uno –sin dejar de ser Muchos.

El paso final: La vida como juego

Entonces, nuestra intelección constructivista es que tanto la razón como el símbolo y la pasión son expresiones en distintos planos de un mismo principio.

Efectivamente, razón y pasión, razón y símbolo, se oponen en cierto nivel, realizan sus tareas de manera distinta. Pero estancarnos en esta diferencia, convertirla en dogma, es permanecer en la dualidad –algo que, se supone, debemos evitar. Denigrar a la ciencia por ser meramente “positiva”, a la razón por ser “superficial”, a la emoción por ser “una atadura”, es tan superficial, positivo y restringido como lo que se denigra. Pero tampoco deben transponerse sus papeles; es ahí cuando caemos en la superstición –en la explicación del origen del universo como “fecundación de los soles por los cometas”, de la realidad física como “unión de los cuatro elementos”, de las casualidades como “poderes trascendentales”. Cuando la religión se dedica a hacer ciencia, hace una ciencia terrible –puesto que se encuentra a salvo de toda crítica, vista como atentado al dogma, a la Realidad Trascendental e Incuestionable. Flaco favor le hacemos a la Orden extendiendo estos malentendidos, errores, falacias y supersticiones.

La masonería, si algo busca, es la trascendencia. Aún esta por formularse la manera de trascender estas dicotomías, de unir la Ciencia con el Conocimiento, la Emoción con la Lógica. La solución final, la unidad de las dos manos, está por realizarse; quizá la Fuerza, la Belleza y la Sabiduría nos indiquen el camino. Un camino que, por fuerza, debe aplicarse a la vida cotidiana; debe pasar de explícito a tácito, de ser descubierto a ser construido continuamente en nuestra actividad.

Supongamos, para terminar, que la vida es un juego. Un juego en el que entramos sin conocer las reglas, los premios y los castigos; un juego tan largo y complicado que lo perdemos de vista la mayor parte de veces. Aceptada esta metáfora, nos planteamos una pregunta: ¿cuánto debemos apostar en este juego?

La razón o el sentido común aconsejan ser tanto más prudente cuanto más alta sea la apuesta; por tanto, al apostar la vida habría que mostrarse sumamente cauteloso. Mas la relación entre prudencia y esperanza matemática es curvilínea: se invierte más allá de un punto de inflexión. Cuando se puede perder todo (se apueste lo que se apueste), y no hay manera de salir del juego, y tenemos la impresión de que la probabilidad de ganar aumenta con la magnitud de la apuesta, lo más razonable es apostarlo todo. ¡Incluso si la probabilidad es independiente de la apuesta, es razonable apostarlo todo!

En Ortodoxia, Chesterton, con su incomparable penetración, resume esta situación con otro ejemplo, un soldado atrapado tras las líneas enemigas: “ha de combatir por su vida con un espíritu de absoluta indiferencia para su vida: ha de desear la vida como el agua, y apurar la muerte como el vino” (las itálicas son mías). Creo que esta frase es la mejor premisa metodológica imaginable, tanto para la ciencia como para la vida. ¡Y en la vida, desde luego, no hay manera de apostar sobre seguro! Toda apuesta es definitiva, todo juego, decisivo –no hay una “práctica de la vida”, ni un manual, ni una guía del consumidor. Hay la vida, y punto final.

Eso es la vida: un juego. El juego de mantenerse más allá del ahora, enlazando ayer y mañana, respondiendo al de dónde vengo, quién soy y a dónde voy; el juego de seguir vivo, seguir siendo uno sin cesar de cambiar. Las apuestas son diversas: a veces emocionales, a veces conceptuales, a veces conductuales.

Pero el juego es siempre el mismo.

 

  1. El trabajo de Martin Seligman acerca de la indefensión demuestra fehacientemente el hecho de que la ausencia de contingencia entre una respuesta aversiva y la conducta de un organismo coloca a éste en una postura “indefensa”, caracterizada por la apatía, la depresión y la rabia

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