Psicoterapia, sueños y grandes maestros: Entrevista en CN3

María Caridad Dávalos, presentadora del programa “Análisis” que se transmite en CN3 los jueves por la noche, me invitó hace poco a compartir en ese espacio parte de mi biografía, mis ideas e investigaciones.

Fue una conversación nutrida y espontánea, de la que disfruté mucho. Tuve oportunidad de mencionar a mis grandes maestros en el arte de favorecer el cambio humano, Guillem Feixas y Juan Luis Linares, y de contar algunas anécdotas de mi vida en Barcelona y mi experiencia docente en España, Ecuador, Argentina  y México.

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La culpa es de los psicólogos, o “baja autoestima”

Con cierta frecuencia, al empezar una conversación (terapéutica o no), las personas me dicen: “Ah, ¿psicólogo? ¡Yo no creo en los psicólogos!”

Tienen toda la razón. Yo tampoco creería, visto lo visto.

Freud

Pues me parece a veces que los psicólogos creamos más sufrimiento del que intentamos evitar.

Un ejemplo célebre es Freud, cuyas audaces ideas del primer cuarto del S. XX se convirtieron en dogmáticas “certezas” en el segundo cuarto. Por ejemplo, que los recuerdos dolorosos “se reprimen inconscientemente” (falso y peligroso), que las fobias tienen su origen en problemas sexuales (falso y además ridículo), que la curación de un trastorno pasa por “recordar” el “trauma” que lo causó (falso, peligroso y doloroso)… En fin: certezas que todavía hoy circulan en los libros de psicología popular y los especiales televisivos. Certezas que causan problemas y agravan los ya existentes.

Una persona acude al psicólogo para que la ayude a no tener miedo de las arañas; éste afirma que “toda fobia tiene su origen en la sexualidad” y que para ayudarla será necesario indagar en su relación con sus padres, lo que tomará, al menos, seis meses a razón de una sesión a la semana. La persona sale de la consulta sintiéndose inútil e indefensa. Antes tenía sólo una fobia; ahora tiene una fobia, una dificultad sexual indefinida y la creencia de que sin seis meses de hurgar en su pasado jamás podrá mejorar.

Parece una caricatura pero sucedió en la realidad (he cambiado algunos datos para mantener la confidencialidad de quien me lo contó).

Hoy en día, la fuente más importante de sufrimiento gratuito es el “autoestima”. La mayor parte de gente que atiendo afirma tarde o temprano que “tiene baja autoestima”; más aún, que esa es la “causa” de sus problemas. “Como tengo baja autoestima, no puedo… (conseguir o mantener un buen trabajo, dejar a mi actual pareja, llevarme bien con mis hijos, etc.)”

Es culpa nuestra: casi cada vez que escucho a un psicólogo en la radio o la televisión sale a relucir la bendita “autoestima” como “explicación” de los problemas. Existen innumerables sitios que aconsejan cómo “aumentar” el autoestima, libros que prometen métodos fáciles y rápidos, cursos… Toda una industria. La noción de “autoestima”, alguna vez útil, ha sustituido a la de “complejo” a la hora de ofrecer explicaciones simplistas y rápidas para casi cualquier malestar.

El problema es que no sirve de nada.

Porque el autoestima es sencillamente el resultado de comparar nuestros logros o capacidades con la magnitud de nuestras dificultades. Si nos consideramos fuertes, competentes, hábiles, lo suficiente como para afrontar lo que anticipamos que se nos avecina, el saldo es positivo y nuestra autoestima sólida; si nos vemos más débiles de lo que creemos necesitar para plantar cara a nuestras dificultades, nuestra autoestima cae en números rojos.

En otras palabras, el autoestima cambia continuamente en función de qué tan graves son nuestros problemas y de cuántos recursos disponemos para resolverlos. No es, en sí misma, causa de nada. De poco sirve “fortalecerla” artificialmente porque, por más que nos sintamos mejor, nuestros problemas siguen presentes. Y como no hemos aprendido nuevas maneras de abordarlos, fallamos y nos volveremos a sentir inútiles o fracasados; y regresamos a la librería en pos de un nuevo texto de autoayuda o un nuevo “taller de desarrollo personal”… El ciclo vuelve a empezar.

(Como el velocímetro de un auto. Cuando aceleramos, el velocímetro aumenta; pero no podemos acelerar empujando la aguja del velocímetro…)

Lo que cabe hacer es no “aumentar” el autoestima sino ayudar a la persona a desarrollar recursos nuevos para resolver sus problemas; porque cuando lo haga, su autoestima mejorará por sí sola. Tal vez tarde un poco más, pero se mantiene a largo plazo.

Así, por culpa de los psicólogos y su simplificado uso del “autoestima” como explicación universal, la mayor parte de personas que se topan repetidas veces con una misma dificultad concluyen que tienen un defecto de fábrica: “baja autoestima”. Luchan denodadamente contra él lo mejor que pueden; sin lograr avances, desde luego. No porque sean incapaces sino porque su misma lucha sostiene el problema: cuanto más se esfuerzan en “aumentar el autoestima” más descuidan la búsqueda de otras soluciones a sus problemas.

Es entonces cuando llaman a nuestra puerta. Por desgracia, muchos psicólogos responden con más de lo mismo: “su problema es que no tiene buena autoestima”.

La culpa es de los psicólogos, en muchos casos. Por eso no creo en ellos.

El pez y la cola

Hay cosas que no se pueden entender a menos que, de algún modo, se comprendan de antemano.

Piensa en esta pregunta:

¿Cuál es mi verdadero valor?

Si no conoces la respuesta de entrada, no puedes responder. Y si lo sabes, o mejor dicho si no dudas de tu valor, la pregunta ni siquiera se plantea.

Porque ¿cómo responderla?

Sería maravilloso que los curas de parroquia tuvieran razón; que un caballero canoso, avejentado, sabio y desapasionado te esperara al final del camino para soltarte sin rodeos: “tu valor, hijo mío, es de siete en una escala de uno a diez. Aquí se entra sólo a partir del ocho, conque…”

Ah…

No. Pensándolo bien, sería espeluznante.

Tanto como vivir pendiente de la respuesta; como tomarte casi cada cosa como una prueba, un test; como desgañitarte en vano por alcanzar un ideal imposible.

Y ya puestos, ¿cómo medir el valor? ¿Cuál sería el criterio adecuado? Valor ¿en relación con qué?

Cada uno desarrolla su propio e idiosincrático índice. La popularidad, por ejemplo; o sus variantes, el atractivo físico, intelectual o emocional. La inteligencia, la honestidad, la dedicación, la lealtad -todas las virtudes cardinales, y también todas las demás, pueden convertirse en baremos de la valía.

Con lo cual se pervierten intrínsecamente; porque ya no las practicas per se, sino de cara a un fin ulterior. Ya no ayudas a la ancianita a cruzar la calle porque te compadezcas de su dolor, sino porque “es tu buena obra del día”; y porque cuando te habitúes a hacer un bien cada 24 horas serás “una mejor persona”, más acorde con tu ideal, menos frágil, inestable, patética o perversa.

Llegados a este punto, la ancianita es la última de tus preocupaciones; no te interesa en lo más mínimo -salvo en la medida en que te permite ejercer tu bondad.

De este modo, la virtud más acendrada deviene un pecado; y siempre el mismo, orgullo. El agua se empoza y emponzoña; el mayor de los santos es el pecador más abyecto. El fanático te mata para salvar tu alma -guarecido bajo su inexorable convicción.

Lo que nos devuelve al principio: las cosas que, si no conoces de antemano, no puedes comprender.

El pez que se muerde la cola: un venerable símbolo metafísico.

Ouroboros