Cuyo centro está en todas partes…

Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.

He leído esta fantástica frase en varios lugares, atribuida a veces a San Buenaventura, a veces a Pascal, a veces a un genio anónimo. Borges traza su evolución en “La Esfera de Pascal” con la erudición y velado cinismo que le son tan propios. Durante años estuvo en el fondo de mi mente: se insinuaba cada cierto tiempo y volvía a derrotar mis esfuerzos por entender su sentido último.

Una noche tuve un sueño que resolvió plásticamente el enigma de años:

Yo era un mero punto de vista navegando al azar por un espacio infinito y simétrico, sin división o solución de continuidad, que se extendía en todas direcciones. Hacia abajo, a lo lejos, una miríada de puntos de colores, regularmente espaciados en una cuadrícula que bañaba un plano también infinito. Sin proponérmelo, empezaba a descender hacia ellos; y a medida que me acercaba descubría que se trataba de cabezas de alfileres clavados sobre la nada sin fondo de este Universo. (Alfileres como los que había usado, cuando niño en la escuela, para señalar en un mapa de tres dimensiones diversas montañas y ríos de mi país. Recordaba con intensidad la sensación de ver el mapa desde arriba mientras los iba colocando).

De repente, una voz -en parte mía y en parte no- susurraba sin palabras: “cada uno de esos es un ser” -yo aceleraba, desapasionadamente, hacia un alfiler en particular- “-y ese eres tú”. “¡Ajá!” -me decía, yo mismo esta vez: “¡así que por eso es Dios el círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna!”

[Si intentara expresar esta comprensión debería decir: “Incluso la persona más despreciable y abyecta, la que más odio o rechazo te produce -sí, incluso esa persona es, para ella misma, el centro del Universo -que tiene tantos centros como seres hay en él y ningún fin determinado. Y eres uno de esos centros: ni más, ni menos. Eres, sin duda, el Centro del Universo -como lo es todo lo demás, sin excepción”.]

A la mañana siguiente, ni bien despertar, identifiqué la fuente de mi sueño: la Red de Diamantes de Indra del Budismo Mahayana (que había conocido en mi adolescencia gracias a “Gödel, Escher, Bach“).

A partir de ese día, de formas que aún no alcanzo a entender, mi vida dio un vuelco. Sentí, por unos segundos, lo que sintió Yeats una tarde cualquiera en un café londinense:

My fiftieth year had come and gone,
I sat, a solitary man,
In a crowded London shop,
An open book and empty cup
On the marble table-top.
While on the shop and street I gazed
My body of a sudden blazed;
And twenty minutes more or less
It seemed, so great my happiness,
That I was blessed and could bless.