Las intituciones desde la perspectiva psicológica: el Ecuador, una sociedad hobbesiana

El Leviatán, de Thomas Hobbes

He terminado por fin el artículo acerca de las instituciones desde la perspectiva psicológico-evolutiva. Está disponible aquí.

Este es el resumen del contenido:

El objetivo de este texto es introducir el punto de vista de la epistemología evolutiva (tal y como ha sido desarrollada, ante todo, en la psicología) en el análisis de las instituciones y extrapolar sus implicaciones. Se empieza con una breve exposición de lo que la psicología puede aportar al estudio de la institución para continuar con una somera revisión histórica de los fundamentos de la tradición occidental acerca de la naturaleza del cambio, el surgimiento de las sociedades y el papel de las emociones en la vida social. Luego, se presenta el esqueleto de la visión evolutiva (reproducción, variación, selección) y la noción de “institución” que de él se deduce. Finalmente, haciendo uso de este marco interpretativo, se sugieren algunas líneas de reflexión acerca de la institucionalidad en el Ecuador y de su carácter de “sociedad hobbesiana”.

Aunque la primera parte explica de manera clara y sencilla la naturaleza de un algoritmo evolutivo, me quedo con la última, que afirma, a partir de la teoría evolutiva, que la sociedad ecuatoriana es “hobbesiana”; es decir, que se funda en la desconfianza y la suspicacia, firmemente ancladas en nuestra forma de experimentar el mundo y la existencia.

Creo que esta hipótesis permite entender buena parte de las crisis y callejones sin salida en que el país se encuentra día tras día.

Culturas de Corrupción, o los culpables somos nosotros mismos

En Lobos o Corderos, que escribí hace un año, defiendo que la corrupción es endémica en el Ecuador, y no propia solamente de una clase de malvados consuetudinarios llamados “políticos” (o “los de siempre”, o “poderosos”, o “imperialistas”…) Que esa corrupción forma parte del “mundo dado por hecho”, de la forma en que nuestra cultura y nuestras formas de crecer y creer nos permiten contemplar el universo y posicionarnos frente a él.

El debate sobre las causas de la corrupción es intenso y controversial. Algunos, como yo, postulan que la corrupción se deriva no solamente de los arreglos institucionales perversos o desordenados sino ante todo de la cultura y principios de los actores involucrados. Pero este aserto carecía de sólida contrastación empírica.

Hasta ahora, que se ha publicado un estudio simple, conciso y penetrante: Cultures of Corruption: Evidence from Diplomatic Parking Tickets.

Los diplomáticos en New York están exentos de penas por infracciones de tránsito. Por ende, su conducta es independiente de cualquier arreglo institucional de incentivos o castigos y se deriva exclusivamente de sus escalas de prioridades internas.

Y ¿cuál es el resultado? Que los diplomáticos de países con bajos niveles de corrupción cometen muchas menos infracciones que los que vienen de países corruptos -¡aunque, desde la teoría de la acción racional, las condiciones deberían favorecer el que todos las cometieran! Puesto que, en ausencia de pérdida (penas legales), la infracción es una clara ganancia; actuar con impunidad y beneficio siempre es mejor que actuar correctamente incurriendo en pérdida. Pero contra muchos pronósticos ciegamente economicistas, la gente mantiene sus principios incluso fuera de las instituciones que los modelan.

Así se demuestra fehacientemente que la cultura sí que influye en la conducta, que la teoría de la acción racional es, como mínimo, insuficiente -y que, aunque no nos guste aceptarlo, la responsabilidad de hundirnos o volar, de seguir como siempre o cambiar recae en cada uno de nosotros, cada día.

El fin del monopolio

Continuando con el anterior post, lo que está sucediendo es un efecto natural de las leyes económicas. Los periódicos (y la televisión, y la radio) ejercían un monopolio sobre los canales de distribución de la información, lo cual (como en cualquier monopolio) les otorgó un inmenso poder.
En consecuencia, asumieron ciertas ineludibles responsabilidades; ante todo, filtrar lo que habían de transmitir, distinguir lo importante de lo accesorio, lo creíble de lo tendencioso. Los pasquines, sus antecesores, depositaban esta responsabilidad en el lector -del mismo modo que lo hace un sistema auténticamente liberal, donde el consumidor puede elegir.

Así, cada lector era su propio editor.

La descentralización informativa derivada del Internet ha erosionado este monopolio -y amenaza con destruirlo por completo, del mismo modo que la imprenta destruyó el monopolio que la Iglesia Católica mantenía sobre la educación. La responsabilidad regresa a los lectores: la tarea de separar el trigo de la paja, de distinguir entre el mensaje y el medio, entre la información y las intenciones.

Como siempre, los monopolios se resisten a abdicar de su condición de privilegio.

Sin embargo, alea jacta est. La suerte está echada -mal que nos pese.

Y nos ha pillado en el umbral de una nueva civilización.

Modelamiento econométrico de la sociología de la ciencia

Falsacionismo y sinsentido

Desgraciadamente, la sociología de la ciencia ha estado plagada de teorías megaexplicativas (la de M. Foucault, por ejemplo) imposibles no sólo de contrastar empíricamente sino incluso de entender. (Desisto con Deleuze y Guattari…):

We can clearly see that there is no bi-univocal correspondence between linear signifying links or archi-writing, depending on the author, and this multireferential, multi-dimensional machinic catalysis. The symmetry of scale, the transversality, the pathic non-discursive character of their expansion: all these dimensions remove us from the logic of the excluded middle and reinforce us in our dismissal of the ontological binarism we criticised previously.

Lo que me llama la atención es la dificultad de muchísima gente para entender el sentido último del falsacionismo popperiano. No se trata sólo de que una teoría infalseable no sea “científica”: sencillamente, no tiene sentido intersubjetivo –no se presta a la comparación y el debate sino sólo a la aceptación o rechazo irracionales.

Aquí, el dictum de Popper se identifica (inesperadamente) con la genial intuición de William James, según la cual el sentido de una proposición cualquiera equivale a los efectos que podría tener si fuese cierta, a la respuesta a “¿en qué cambiaría el universo o mi vida si esto fuese verdad?” (A esto le llamó la “prueba pragmatista”.) Y si la respuesta es “en nada”, entonces la proposición está vacía de significado; es un conjunto de palabras pomposas y rimbombantes.

Como tanto de lo que por ahí se escribe y lee…

Sin embargo, esa misma gente no tiene dificultad alguna para entender a Deleuze o Lacan… ¡Qué triste!

¿Intraducibilidad radical?

En fin. Lo interesante es el trabajo de William Brock, un economista de gran trayectoria; y ante todo este texto (que requiere del Acrobat Reader), donde desarrolla un modelo econométrico del éxito de teorías científicas competitivas en función de variables “endógenas” (su valor intrínseco desde el punto de vista de cada científico) y “exógenas” (el valor que el resto de la comunidad científica les atribuye).

Así, entre otras cosas, desarma la suposición de la “intraducibilidad radical” de Quine (y de Rorty, y Foucault y sus “epistemes”, y Kuhn y sus “paradigmas”, y tantos otros cuyos nombres han sido usurpados en pro del relativismo más simplón). Este supuesto sugiere que, dado que las diversas teorías científicas son expresadas o elaboradas en diversos “campos lingüísticos”, y dado que es la teoría lo que dicta la interpretación de los datos y no a la inversa, es imposible comprar dos teorías entre sí -ya que hacerlo equivaldría a “traducir” cada una a los términos de la otra, con lo cual perdería su identidad estructural. Lo mismo que pasa con la traducción entre dos idiomas: siempre se pierde algo del sentido original.

Prima facie, es un argumento convincente. Pero basta con extrapolarlo para descubrir que debe ser erróneo; porque, si realmente las “epistemes” del medioevo, del antiguo egipto y de la actualidad son “radicalmente incompatibles”, ¿cómo es que hemos podido descifrar la Piedra de Rosetta o los textos de Chaucer? Algo debe haber de común entre las diversas (y supuestas) “epistemes”, algo que fundamente nuestras interpretaciones. De hecho, ¡algo que nos permita entender que un jeroglífico tiene una intención significativa y no es un mero “adorno”!

Brock lo discute breve pero contundentemente. En la economía, nos recuerda, ¡el problema de la “intraducibilidad radical” ya ha sido resuelto hace siglos! ¿Qué tienen en común una canasta de la compra, un coche, una casa, un posgrado y una entrada al cine? ¿Cuál es “mejor” o “peor”? Ninguna, desde luego; o más bien, todas, dependiendo del criterio con que se juzgue. Pero, justamente por eso, una persona puede escoger entre ellas usando un “equivalente general del valor”; a veces el dinero, a veces el esfuerzo o tiempo invertido, a veces el goce obtenido en base a cada una de ellas… El equivalente es intrínsecamente comparativo, lo que permite elaborar una escala de preferencias -sentando, así, las bases de la aplicación matemática de la teoría de la acción racional.

Lo mismo, sugiere, se puede usar para modelar la conducta de los científicos a la hora de elegir entre teorías que compiten por explicar un dominio determinado de la experiencia. (A propósito, viene a ser una formalización de la hipótesis que hizo el gran William James hace ya un siglo en su maravilloso Pragmatismo). Y si se puede modelar, ¡se puede someter a contrastación empírica!

La auténtica sociología de la ciencia

Pero más aún, Brock incluye en su modelo el efecto de las interacciones sociales entre los miembros de la comunidad científica. (Algunas de sus otras publicaciones versan sobre el efecto de las interacciones sociales en la macroeconomía). Al menos en el papel, dichas interacciones tienden a generar equilibrios no lineales; es decir, en lugar de dificultar o impedir el que una teoría dada se popularice, contribuyen a ello -sobre todo después de períodos de profundo desacuerdo:

We demonstrate that social interactions do not necessarily represent, as is often assumed in the philosophy and (especially) sociology of science literatures, an impediment to the adoption of new and better theories over their entrenched predecessors. In fact, these social influences may actually accelerate the rate at which superior theories achieve a consensus.

Más o menos lo que defendía Popper en La Miseria del Historicismo