Artes marciales y terapia familiar sistémica, 3

El concepto de “resonancia”
En cuanto a las escuelas yin, quizá el concepto que mejor transmite su esencia sea el de resonancia. Hecho famoso por Mony Elkäim, ya Carl Whitaker lo incluía en su “caja de herramientas” terapéutica:

El precursor más esencial de la psicoterapia es la resonancia personal experimentada por el terapeuta en respuesta a su introducción en el dolor familiar. Si el terapeuta no puede sentir o empatizar con ese dolor, no está preparado para llevar a cabo una buena psicoterapia. (Whitaker, Meditaciones nocturnas de un terapeuta familiar).

La resonancia no es un isomorfismo; al menos, no solamente. Se habla de isomorfismo cuando la estructura de dos (o más) situaciones observadas es semejante. Pero la resonancia alude a la experiencia de las personas, al “eco” que cierta situación o contexto genera en cada una. En otras palabras, un isomorfismo es una de las condiciones de la resonancia; pero ésta se presenta cuando la experiencia emocional de los terapeutas refleja o actúa recíprocamente a la experiencia de las personas que los consultan. La situación que traen las personas “encaja” en alguna porción de la experiencia vital del terapeuta, generando en él una respuesta emocional coherente o contrapuesta. Y es en dicha respuesta emocional que se gestan las intervenciones terapéuticas.

Las escuelas yin acentúan la necesidad de que el terapeuta sea consciente de esas “resonancias” a cada paso de su trabajo; porque, de lo contrario, podría perder de vista su propia posición en la escena -y, en consecuencia, a sus consultantes. Esto coincide al pie de la letra con el papel del “equilibrio” en las familias “internas” de artes marciales. El principiante comienza por repetir una y otra vez secuencias complejas de movimiento a cámara lenta centrando su atención en la manera en que se desplaza su centro de gravedad. La idea no es evitar el desequilibrio, ya que es connatural al movimiento; más bien, es ser capaz de detectarlo y corregirlo lo más pronto posible. De ahí que se prefiera la defensa al ataque, pues quien ataca pierde siempre su equilibrio.

Puede compararse esta definición de la resonancia con la noción de “empatía” de la terapia experiencial contemporánea, que sugiere que el terapeuta debe “rastrear” continuamente, a través de sus propios cambios emocionales, las oscilaciones en la experiencia de sus pacientes.

Por ende, según el punto yin de vista, el terapeuta ha de reconocer sus resonancias para poder elaborar una terapia. Sin embargo, sería fácil malinterpretar el “conócete a ti mismo” propio de la resonancia:

“Sí, ya sé que tengo dificultades con cierto tipo de personas, porque soy muy (perfeccionista, impaciente, pesimista, etc.) Por tanto, procuro no tomar esos casos”.

Este “conócete a ti mismo” no equivale a atribuirse una serie de propiedades invariables (aunque eso pueda ayudar a afianzar un contexto de trabajo seguro para el terapeuta). Es un conocimiento tácito y dinámico. Tácito, porque no es fácil de verbalizar -corresponde a una configuración de patrones en movimiento, a un “saber qué hacer con esto”, una “intuición“; dinámico, porque se corrige continuamente en base a la retroalimentación.

Resonancia y movimiento físico
Suena complejo y confuso; pero es de lo más sencillo. Es exactamente lo mismo que nuestro cuerpo hace cuando caminamos.

(Bueno, es sencillo para nuestro cuerpo. Es tremendamente difícil de imitar mecánicamente, como lo demuestran las dificultades que han tenido los cibernéticos para diseñar un robot que caminase con una pizca de agilidad y elegancia. Y como era de esperar, las propuestas más prometedoras no parten del control minucioso y computarizado de cada pequeño movimiento, sino de la simplificación y de ejercer el mínimo control posible:

Cornell’s robot equals human efficiency, Ruina explains, because it uses energy only to push off, while other robots needlessly use energy to absorb work, for example in moving the limbs forward more slowly than they would naturally swing under gravity power. “In other robots the motors are fighting themselves,” he says.

¡Lao-Tsé no lo habría dicho mejor!)

A medida que nos desplazamos, nuestro centro de gravedad va cambiando de lugar rítmica y oscilatoriamente; los brazos, las rodillas, los pies y la cabeza compensan esa oscilación sin que seamos conscientes de ello. Incluso inmóviles y de pie tendemos a oscilar ligeramente. Pero aunque nosotros no nos demos cuenta, nuestro cuerpo tiene que “saber” del cambio de posición del centro de gravedad -pues de lo contrario nos caeríamos constantemente. Por ende, nuestro cuerpo maneja su propio equilibrio sin que tengamos que ocuparnos de ello; y supo hacerlo desde que, de pequeños, aprendimos a caminar, primero cautelosa y reflexivamente y luego de manera automática y segura.

La tiranía de la “técnica”
Como hemos dicho, las escuelas yang enfatizan la sistematicidad. Elaboran “métodos” compuestos de “pasos” que deben “seguirse” en “orden”. (Quizá por eso sean más atractivas para las personas que inician su aprendizaje terapéutico, ya que la pregunta que formulan con mayor frecuencia es: “y si ocurre tal cosa, ¿qué debo hacer?”)

Las escuelas yin, por el contrario, hacen hincapié en la improvisación y la adaptabilidad. Los “pasos” sólo existen en la medida en que la relación con las personas lo permite. Más que el avanzar sobre el terreno firme demarcado en un mapa, los terapeutas yin parecen tantear el suelo a cada momento. Como un pequeño zorro cruzando un lago helado: nunca se sabe en qué parte podrá ceder a su peso.

El problema con la idea de que una terapia “eficaz” sigue ciertos “pasos” es que se supone que las personas deberían reaccionar a las “técnicas” tal y como lo hacen en los manuales y protocolos. Cualquiera que lo haya intentado sabe que eso no ocurre nunca -o casi nunca. Es como planear una cita: si sale como se supone que debe hacerlo, se vuelve aburrida -¡y eso, felizmente, no pasa jamás!

La visión yin señalaría que los “pasos” y el “orden” sirven ante todo para aprender más y mejor de uno mismo y de los demás; es decir, el realizar ciertas tareas en un orden prefijado facilita la contrastación de los resultados entre distintas personas, momentos y dificultades. Pero nada más. No asegura, ni con mucho, la mejoría o curación. Son necesarios pero prescindibles, llegado el momento.

Así, desde un punto de vista yin, la técnica es secundaria. Imprescindible, pero secundaria.
La técnica sirve ante todo para organizar la actividad; cómo deben hacerse las cosas, en qué orden, con qué fines. Organiza la actividad y, eventualmente, la mente. Para el maestro, la técnica es una “segunda naturaleza”, un acto fluido, continuo e inconspicuo. Cuando se domina una técnica se puede dedicar la mente a pensar en cosas más trascendentales.

Por eso, la técnica es importante al principio del camino; pero cuando se ha aprendido, debe pasar a segundo plano. Y entonces es la mente, y no la técnica, quien toma el mando. Porque, según la visión yin, la técnica sin una mente es rígida, fría y torpe; pero la mente sin una técnica es desordenada, confusa y errática. (Justo lo que pensaba Kant, en otros términos: “Los pensamientos sin contenidos son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”).

Artes marciales y terapia familiar sistémica, 2

Podríamos clasificar a las escuelas de pensamiento de la terapia familiar sistémica a partir de la misma distinción entre yin y yang. Tendríamos, por una parte, a la vertiente yang, las escuelas más representativas de América del Norte (la estratégica, la comunicacional, la estructural), más las propuestas del primer Grupo de Milán. Y, por otra, las escuelas yin, mucho menos conocidas: ante todo, la belga, donde destacan Mony Elkäim y Guy Ausloos.

Las escuelas yang acentúan la actividad del terapeuta (por ejemplo, Jay Haley), el dominio de la técnica (quizá uno de los títulos más manidos en la psicoterapia sea “Técnicas de/para/en…”), el poder (a la manera, por ejemplo, de Giorgio Nardone). Así, el por lo demás magistral La táctica del Cambio (de Fisch, Weakland y Segal) parte del siguiente axioma fundamental: “la capacidad de maniobra del terapeuta depende de la correspondiente ausencia de capacidad de maniobra en el paciente”. Es decir, a mayor poder del terapeuta, menor del paciente, y viceversa. Para ellas, la eficacia es el patrón de medida de toda terapia. Se decantan abiertamente por las terapias ultrabreves, y no dudan en manejar o incluso manipular al paciente con el fin de facilitarle el cambio. Después de todo, dirán, “siempre estamos manipulando a los demás, lo queramos o no”; después de todo, “el paciente viene a librarse de sus problemas, no a comprenderlos”.

En el lado yang se encontraría también a Salvador Minuchin, menos dispuesto a la intervención subrepticia que a la confrontación directa -la célebre “provocación”; y a la Mara Selvini de Paradoja y Contraparadoja, tan afín a las “tramas macabras”, las mistificaciones y los enredos.

Propio de la visión yang es el empleo frecuente de la metáfora de la guerra. La terapia, se sostiene, es un combate, a veces entre la familia y los terapeutas (Selvini), a veces entre todos ellos y las partes “disfuncionales” de la familia (Minuchin, Watzlawick). Algunos combates (como los que caracterizan a Minuchin) son evidentes e intensos; otros, sutiles y subrepticios. Siguiendo a Milton Erickson, Watzlawick y Haley usan “la fuerza de la debilidad”: se hacen los tontos sin dejar de ser listos, emplean alusiones y dobles discursos, confiesan su incapacidad y piden ayuda a las familias. El objetivo es imponerse al paciente para conminarlo a cambiar; la táctica, adaptarse a él siguiendo sus normas. En suma, desde esta perspectiva, la vulnerabilidad es casi siempre una jugada de poder. Así se ve el yin desde el yang, lo interno desde lo externo. Prima el combate y la confrontación por sobre la comprensión y la debilidad.

El camino yang se funda en el aprendizaje de técnicas, que se ensayan incansablemente en dramatizaciones y en terapias supervisadas. Hay técnicas para casi todo: para favorecer la “diferenciación”, para neutralizar el “doble vínculo”, para “expresar las emociones”; hay técnicas para las familias “resistentes” y las “aquiescentes” -¡y para descubrir cuál es cuál! El dominio de dichas técnicas marca el umbral entre el estudiante y el terapeuta.

Podría pensarse que este énfasis en la técnica, el poder y la eficacia colocan al terapeuta en el centro del proceso. Como han afirmado Michael White y David Epston, en estas escuelas el protagonista de la terapia es el terapeuta, no la familia. Y de aquí al culto a la personalidad hay sólo un paso -que se facilita por la estructura del “mercado” de la psicoterapia, basado en la figura del “seminario”, casi siempre cortado por la misma tijera: el terapeuta famoso expone sus últimas reflexiones en una conferencia magistral y luego las muestra en acción en una película o una terapia en vivo. O, más bien, no muestra sólo las técnicas, sino a sí mismo. Desde ciertos puntos de vista, esta acción es inherentemente antiética.

Y desde la perspectiva yin, es ilusoria; supone creer que el terapeuta puede “controlar” un proceso en esencia impredecible.

Artes marciales y terapia familiar sistémica


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Existen dos grandes familias de artes marciales en la tradición china, organizadas de acuerdo con principios que guían e inspiran su práctica. Estos principios coinciden, grosso modo, con la diferencia entre yin y yang -al menos con algunos de sus aspectos.

Las escuelas pertenecientes a la familia “externa” (o “dura”) enfatizan la fuerza física y la agilidad; son veloces, explosivas, intensas y abruptas. Sus adeptos prefieren el ataque a la defensa; y los principiantes se entrenan primero en acrecentar su vigor, rapidez y resistencia. Cuando combate, el artista “duro” ataca rápida y violentamente, bloqueando los golpes de su enemigo y asestando feroces puñetazos y puntapiés desde diversos puntos. Un buen ejemplo es el famoso Shao Lin Kung Fu.

Las escuelas “internas” (o “suaves”), por el contrario, hacen hincapié en la consciencia. El adepto debe ser capaz de percibir sus propios cambios de ritmo, equilibrio, respiración, etc., y usarlos para desarmar o inutilizar a su oponente. El entrenamiento se basa en la contemplación del “chi” (más o menos semejante al “aliento vital” o flujo de energía) y sus evoluciones en función del movimiento y la postura. Por eso, muchas de estas escuelas comienzan con ejercicios reposados y con lentas secuencias de movimientos fluidos, de modo que el aprendiz pueda reparar en el más minúsculo desequilibrio. Los practicantes de estilos “suaves” se reconocen por su fluidez, atención y serenidad; un combate semeja una danza estilizada y sin solución de continuidad. El artista “suave” evitará la confrontación directa, el bloqueo y el choque; antes bien, aprovechará la embestida de su enemigo, acentuando su momentánea pérdida de equilibrio hasta hacerlo caer o haciendo presa ágilmente del flanco que ha dejado al descubierto. Un buen ejemplo sería el T’ai Chi Ch’uan.

Las escuelas “duras”, desde su punto de vista yang, critican la falta de entrenamiento físico y de actitud marcial de las escuelas “suaves”. Estas, por su lado, deploran lo que, a sus ojos, es un uso indiscriminado de la “fuerza bruta”. Lo curioso es que, al menos en teoría, el aprendizaje completo de cualquier arte exige dominar tanto el aspecto yin como el yang. Pasado un cierto punto, la dirección del entrenamiento se invierte. El combatiente “externo”, desarrollados sus músculos y tendones, comenzará a estudiar su respiración; el “interno”, afianzado ya en su propio centro de gravedad, se atreverá a moverse más rápida e intensamente.

¿Qué pasaría si aplicásemos esta misma distinción a las diversas tradiciones de la terapia familiar sistémica?

Por vez primera


Lo que me gusta del concepto de “anagnórisis” es que sustituye al anticuado “insight” psicoanalítico sin perder de vista sus acertadas implicaciones psicológicas y su guestáltica metáfora de la “visión interior”.

La anagnórisis incluye al insight, lo engobla; pues no se trata sólo de un “descubrimiento” interior, de un “comprenderse a uno mismo”. Se trata de emplazarse de una manera novedosa en la vida social, en la eterna danza de la cultura. A cada verdadero hallazgo sobre tu alma corresponde una nueva y más auténtica forma de ser.


En realidad, el verdadero insight es tanto un descubrimiento como una creación. Nunca es un “bueno, de ahora en adelante seré de esta manera”, sino un “Resulta que siempre he sido así…”
Es un “caer en cuenta”, un comprenderse de maneras antes vedadas o que pasaban desapercibidas.

Así, la anagnórisis te permite responder preguntas que siempre quedaban pendientes. Más aún: te permite hacer preguntas antes imposibles de formular –y que, de hecho, la inmensa mayoría de la gente nunca se hace:

“¿Por qué me gusta este tipo de chica?” “¿Por qué me atrae este tipo de persona?” “¿Por qué tiendo a involucrarme en este tipo de relaciones?”


Sin más ni más, todo comienza a encajar: el deseo, la inseguridad, el temor, la soledad, la pérdida, el frenesí, el ansia… Todo cobra un sentido novedoso y sorprendente –y sin embargo el mismo de siempre

Sin más ni más, despiertas y te ves al espejo –y tu rostro banal y translúcido emite una luz espectral.

Y lo contemplas por vez primera, sub specie aeternitatis.